NO SON POCAS las naciones que a lo largo de la historia han alzado sus fronteras o han consolidado sus regímenes sobre el asesinato de sus enemigos. Cuando en uno de sus consejos, Critias, uno de los Treinta, tomó la palabra, justificó así la imposición de la tiranía sobre la democracia ateniense: «Consejeros, si alguno de vosotros considera que mueren más de lo que sería conveniente, reflexione que donde hay cambios de régimen en todas partes ocurre eso (…) Y si vemos a alguno opuesto a la oligarquía, en cuanto podemos le quitamos de en medio; y mucho más aún nos parece justo que sea castigado si uno de nosotros mismos ataca a este régimen». Era el año 403 a. de C. Al poco, la democracia fue restituida en Atenas y pudieron volver los desterrados. Se impuso, sin embargo, una amnistía que vino acompañada de un resignado silencio sobre los crímenes cometidos. Para vivir «pacíficamente», como relata Jenofonte en el segundo libro de las Helénicas (Gredos).
Muchas generaciones de europeos sufrieron a lo largo de los siglos XIX y XX las sangrientas consecuencias de la creación de los nuevos Estados europeos. Y en España, hemos llegado al siglo XXI asumiendo como normalizado el olvido impuesto en el País Vasco. Allí, el nacionalismo, después de cincuenta años de crímenes, exige impunidad para los criminales encarcelados. Al fin y al cabo, argumentan los nacionalistas, su proyecto separatista viene avalado por los electores de la comunidad autónoma. Y es el pueblo, encarando en sus líderes, el que dicta la ley. Así ha sido siempre para el nacionalismo. El socialista. O el conservador.
Desde la tribuna de invitados, por eso, el terrorista Otegi y el aranista Ortuzar, asistían el viernes en el Parlamento vasco al anuncio del nuevo estatuto para finales del mes de noviembre. Amparado en el respeto a «los derechos históricos de los territorios forales», que garantiza la Disposición Adicional Primera de la Constitución, el lehendakari Urkullu anunció que el nuevo texto incluirá el derecho de autodeterminación y la celebración de una «consulta habilitante», antes de que el nuevo Estatuto sea remitido a las Cortes Generales. De esta forma, violentando el orden constitucional, sólo el pueblo vasco dirá si es legal o no este nuevo régimen que mantendrá, a partir de entonces, una relación «bilateral con el Estado». Se evitan de esta forma, lo que le ocurrió a Ibarretxe en 2005: que el Congreso les diga que no es constitucional.
El frente vasco, mejor organizado que el catalán, será el primero en romper el Estado. Demostrando, como explicaba Critias, que toda nación se edifica sobre cadáveres.