JAVIER REDONDO-El Mundo 

El estertor del procés verifica otra vez todo lo argumentado y expuesto con nitidez y precisión en los autos de Llarena. El juez no detalló meras presunciones ni suposiciones. Acumuló y registró hechos. Y de los hechos constatados, deducciones certeras: los supremacistas sabían que «el proceso terminaría recurriendo a la utilización instrumental de la fuerza», como hicieron también el 20 de septiembre de 2017, cuando «la muchedumbre» se desempeñó con violencia. Hubo presión, acoso, intimidación y coacción sobre autoridades y fuerzas del orden, con la única diferencia que entonces las masas y sus líderes, creyéndose impunes, no estaban desquiciadas. Al día de ayer la Guardia Civil computa más de 300 actos violentos y 122 agresiones.

En este apoteósico final, la última delirante acrobacia: la zurrapa del procés toma la calle porque se atrapó a su trampantojo. La caída del prestidigitador desvanece la ilusión. Fue héroe, villano y héroe. El desengaño provoca rabia. Puigdemont es como Pumuki, el duende zascandil y revoltoso sólo visible para la audiencia. No está en los planes de nadie pero incordia, desazona, trastoca y cambiaba las cosas de sitio. El magistrado alemán, sensible a sus debilidades, le deja usar skype.

El agitado desenlace del procés descubre los últimos vaticinios avanzados en el guion: Puigdemont es el líder de la CUP; los despojos de Convergència quieren acabar con él antes de convertirse definitivamente en zombies; ERC y JxCat juegan a la gallina al borde del desfiladero, a cara de perro, para evitar o provocar elecciones, según el día; y el posprocés incluye el plan Roures con el señuelo de la agenda social e impostada transversalidad: Govern de concentración, exclusión del ganador, continuación y caja. No va a colar. La aritmética parlamentaria es endiablada y el PSOE está en su sitio.

Ayer Torrent ofició en el Parlament el funeral del procés. Los separatistas lanzaron las últimas salvas a los cabecillas de la sedición y comenzaron a recoger los restos del naufragio. El procés ha perdido, el Estado se ha impuesto pero la democracia todavía no ha ganado. Fundamentalmente porque la democracia es convivencia, normalidad, aburrimiento y aceptación del imperio de la Ley. Torrent incurre en mismo vicio y afán: doblegar a la Justicia y anteponer el sentimiento de una minoría al Derecho.

Los supremacistas querrían hacer de Cataluña, si supieran lo que fue, la Holanda del siglo XVIII: una república pero no una democracia. Un sistema rígido de alianza entre dos clases: burgueses, patricios y oligarcas –que controlaban el comercio y las elecciones– junto con campesinos, artesanos, pescadores y plebe –que se enfrentaban al rey–. Ambos estratos compartían enemigo: la Corona. En situaciones de crisis o amenaza, recurrían sin pestañear a un estatúder, lugarteniente, dux o caudillo. En el fondo, en esto radicó desde el principio el proyecto secesionista: en subordinar la Ley y la Justicia a la Generalitat y hacer de su president un Magistrado Supremo para proteger los privilegios y corruptelas de una oligarquía hoy sombría, destemplada, desaliñada y doliente.