- El ejercicio del poder tiende por inercia al exceso y necesita de contrapesos, máxime si ese poder deviene absoluto, como sucede en el caso del presidente del Gobierno
La Alegoría de la Justicia y la Paz, de Corrado Giaquinto, es la pintura escogida para ilustrar el capítulo final de la obra Derechos constitucionales, un paseo por el Prado, editada con motivo del 40 aniversario del TC. En dicho capítulo, quien fuera presidente del tribunal Juan José González Rivas nos recuerda que la Justicia, artículo 117 de la Carta Magna, emana del pueblo y se administra en nombre del Rey, y que los jueces, tal y como se definen en nuestro sistema constitucional de 1978, han contribuido a la resolución de los conflictos, «resultando artífices directos del periodo de paz disfrutado actualmente».
Lo de «periodo de paz» no deja de tener su aquel, habida cuenta de la guerra intestina que vive el poder judicial, y más concretamente el Tribunal Constitucional. Debido a la injerencia del poder político, el TC ha estado votando en bloques enfrentados, como si ellos mismos fueran partidos, ora conservadores, ora progresistas, durante la anterior presidencia, la que correspondía a González Rivas. Su principal logro fue ponerse de acuerdo en todo lo relativo al procés y también terminaron dinamitando el consenso. Luego llegó Pedro González-Trevijano, el pacificador, que logró recoser la unidad del tribunal, ganándose la confianza de sus miembros, pero a base de evitar los asuntos más delicados.
«Debido a la injerencia del poder político, el TC ha estado votando en bloques enfrentados, como si ellos mismos fueran partidos»
El bloqueo del Partido Popular para la renovación del CGPJ y las maniobras desplegadas del Gobierno de Pedro Sánchez para colocar al frente del TC a Cándido Conde-Pumpido han enterrado definitivamente la frágil unidad lograda por Trevijano.
Lo preocupante no son tanto los titulares gruesos de hoy, sino la situación en precario en que quedará el TC mañana, una institución clave para nuestra democracia a la que las guerras partidistas han terminado por socavar su credibilidad e independencia, y cuya presidencia recaerá seguramente en un Conde-Pumpido, magistrado de reconocida valía, al que el ruido generado en torno a su figura le dejará marcado incluso antes de llegar al cargo. Para la siguiente edición, habrá que cambiar la Alegoría de la Justicia y la Paz de Giaquinto por los garrotazos de Goya.
A esta crisis institucional sin precedentes se refirió Felipe VI en su mensaje de Navidad. Las expectativas eran altas y el discurso, nítido, directo, al límite de lo que podía decir, pero en su papel de árbitro de las instituciones recogido en el artículo 56 de la Constitución, no defraudó.
El Rey hizo un llamamiento general a la responsabilidad de los distintos poderes del Estado, a los que reclamó que pusieran fin a la división y al deterioro de la convivencia que tanto han erosionado las instituciones. Necesitamos «unas instituciones que respondan al interés general y ejerciten sus funciones con colaboración leal, con respeto a la Constitución y a las leyes, y sean un ejemplo de integridad y rectitud», dijo el Rey. Todo un aviso a navegantes, Corona incluida.
La denuncia que los medios han hecho del progresivo deterioro del Estado de derecho y los intentos de violentar la separación de poderes ha querido ser interpretada por el Ejecutivo como una forma de entrar en la contienda partidista por parte de quien no opina como él, eso que Sánchez llama la derecha mediática, con el claro objeto de desacreditar a la prensa independiente, obviando que se trata de una mera defensa de las instituciones en el momento que más cuestionadas están las democracias.
El ejercicio del poder tiende por inercia al exceso y necesita de contrapesos, máxime si ese poder deviene absoluto, como sucede en el caso de Pedro Sánchez, y exuda tintes autoritarios tentados a horadar los valores constitucionales.
No es necesario bucear en la hemeroteca. Basta con repasar la agenda de la semana pasada para darse cuenta de ello. A saber: la publicación de los datos de un CIS que ha perdido toda credibilidad debido a su falta de rigor, por estar en manos de un activista militante; la revisión al alzar de los datos del PIB para mayor gozo del Ejecutivo, después de que este hubiera cesado al anterior presidente del INE por pérdida de confianza, y el informe de la CNMV sobre Indra, donde manda la SEPI, esto es, Hacienda, en el que se asegura que han concurrido episodios poco decorosos para la toma de control del Consejo, pero que, con el reglamento en la mano, no se puede decir, hacer ni sancionar nada.
Estos hechos son más sintomáticos que anecdóticos y engarzan con la forma que tiene Sánchez, un relativista radical, de interpretar el momento presente. Sabe que situaciones excepcionales como una pandemia o una guerra en Europa obligan a tomar medidas extraordinarias y a una mayor presencia de lo público en la sociedad para salvaguardar los intereses de los ciudadanos.
Sabe también que actuaciones difícilmente digeribles en tiempos pasados, como los indultos, la supresión de la sedición, la rebaja por malversación, la ocupación de la Justicia, el intervencionismo en las empresas privadas y los cameos con Bildu, apenas aguantan ahora unas horas de polémica. De ahí a un nuevo proceso constituyente en el que se replantee la organización territorial de España y la monarquía queda menos de lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks.
Es la sociedad líquida de Bauman. Hay muchos que niegan la mayor. Dicen que eso no ocurrirá, que son leyendas urbanas, consecuencia de un pesimismo atávico patrio. Lo mismo decían de todo lo anterior y acabó ocurriendo.