- ¿Qué la intención es una utopía? Al contrario, lo utópico consiste en que el engaño actual contenga alguna dosis de realidad
Deberían celebrarse elecciones cada año. Una medida que beneficiaría a la sociedad. Obligaría a cumplir las promesas electorales y teniendo en cuenta la frágil memoria de los ciudadanos, evitaría que se olvidaran con la facilidad que acostumbran. Los costes de campaña habrían de reducirse para no castigar las arcas del partido, pero sobre todo exigirían unas dosis de realismo que evitaran los disparos al aire, los mismos que luego desaparecen sin dejar huella alguna. Al cabo del año se demostraría que se dispararon en el pie y que la herida sigue ahí sin esperar a que el tiempo -que sólo los criminales aseguran que todo lo cura- permitiera que llegara el olvido.
La idea de unas elecciones al año pone de los nervios a los que quieren vivir de la política lo que les queda de vida. Absurdo, dicen que es absurdo porque gravaría el erario público y repercutiría en las finanzas de la ciudadanía. Mentira, porque son ellos mismos los que viven del erario que sale de los bolsillos de cada ciudadano. Se olvidan de recordarlo durante cuatro años y sólo lo sacan a relucir cuando están en riesgo de poder seguir. Una democracia sana exige no mentir fuera de lo imprescindible y las campañas electorales contienen unas dosis de falacias y exageraciones, que los propios promotores son los primeros en saber que ni las van a cumplir ni están en la obligación de hacerlo. Basta con mantener el bucle y achacar a los imponderables y a la congénita maldad de los oponentes el que no se puedan alcanzar las metas que se habían prometido.
¿Qué la intención es una utopía? Al contrario, lo utópico consiste en que el engaño actual contenga alguna dosis de realidad
¿Qué la intención es una utopía? Al contrario, lo utópico consiste en que el engaño actual contenga alguna dosis de realidad. A los hechos me remito. ¿Recuerdan ustedes el terremoto en Canarias y el pavoroso incendio de la sierra de Zamora? Las autoridades corrieron a paliar los efectos tan rápido como les llevaron los helicópteros y los informadores. ¿Alguien memoriza la lluvia de millones que con voz de trueno y gesto de conmiseración anunciaron que llegarían de un día para otro? Faltaban los protocolos. Ay, los protocolos para solicitar las ayudas. Luego los protocolos para concederlas. Por fin, los protocolos para que llegaran a los afectados. La inmensa mayoría, si es que no todos, aún están perdidos en la maraña de los protocolos. Nadie se acuerda de ellos, sólo de vez en cuando alguna voz, débil e indignada por el engaño, se atreve a decir que aún está esperando. Protocolo es una palabra de probada antigüedad, que hacía referencia a la superficie de las cosas, pero ahora resume todo, apariencia y contenido. Nada hay más allá del protocolo, ahí empieza y termina la desvergonzada intención de quien lo maneja.
Por eso cuando el poder promete, no quiere decir que cumple sino que espera que te lo creas, con eso basta. Cuatro años son muchos días y muchas noches para estar rumiando tu situación. Acabas por cansarte antes de que a ellos se les caiga la cara de vergüenza. Además, ahora que basta con pedir disculpas, por mucho que te consientan que vuelvas a hacer lo mismo, el ciclo ya nace caducado por la aparente buena disposición de las partes.
Parece que los pisos se donarán, que los jóvenes viajarán de ganga, que los trabajos surgirán como flores y que las nuevas tecnologías se encargarán de prodigarnos un ecosistema sostenible
Con estos precedentes la campaña que estamos sufriendo alcanza la categoría de lo sublime. Parece que los pisos se donarán, que los jóvenes viajarán de ganga, que los trabajos surgirán como flores y que las nuevas tecnologías se encargarán de prodigarnos un ecosistema sostenible -creo que lo digo bien, siguiendo las pautas de la corrección política-. Que se trata de paparruchas lo saben quienes lo inventaron; nosotros nos contentamos con sonreír cuando nos lo piden, como muestra de nuestra buena educación cívica.
La batalla de las hipotecas es un símbolo del mundo en el que queremos habitar, el que nos sugieren como ideal. Sánchez en persona baja del Sinaí con las Tablas de la Ley y promete un 20% del pago de las hipotecas a los jóvenes menores de 35 años. Feijoo, menos empático, un 15%; ya se sabe que la derecha es más rácana. Pero en definitiva el conjunto del arco parlamentario no desecha la hipoteca como salvavidas de la juventud en trance de futuro. Tienen trabajos precarios y viven en casa de sus padres, pero ahora se les abre un futuro con protocolos que les tienta a hacerse propietarios empoderados dentro de veinte o treinta años, cuando acaben de pagar el crédito.
Convendría tener en cuenta algunas particularidades de nuestra sociedad que no han variado desde hace más de 50 años; medio siglo, para que se hagan una idea. España es el país de Europa donde la vivienda en propiedad supera con mucho al alquiler. La tendencia echa raíces en el período franquista que no voy a señalar ahora pero que está desmenuzada en el cine; de ahí nace El pisito de Marco Ferreri-Azcona (1958). Alquilar, entre nosotros -hidalgos sin fortuna-, siempre fue de pobres y la primera aspiración de una pareja hispana estaba en tener piso propio y luego casarse.
Fíjense en el detalle de un líder de apariencia radical que cuando se convierte en alto funcionario del Estado, vicepresidente por ejemplo, lo que hace para abrir boca es comprarse una casa
Los tiempos han cambiado mucho pero el discurso no. Cuestión de protocolos. Fíjense en el detalle de un líder de apariencia radical que cuando se convierte en alto funcionario del Estado, vicepresidente por ejemplo, lo que hace para abrir boca es comprarse una casa, aislada de la gente -que tiene tendencia a la engorrosa convivencia- y con piscina, porque no es lo mismo un charco propio que uno de esos parques temáticos para cuerpos sudorosos. Lo llamativo no está en la mansión, porque cada cual escoge dónde vivir según sus condiciones económicas, lo superlativo es la propiedad. Aunque te retiren del alto funcionariado del Estado, siempre podrás decir que ese chalet con piscina es tuyo, gracias a la hipoteca. La entidad financiera ya se encarga de evaluar tu solvencia social.
Desde la burbuja inmobiliaria no aprendimos nada. La hipoteca se ha convertido en un mantra limpiador de un malestar provocado por la precariedad, la miseria política y una campaña electoral henchida de protocolos sin sustancia. Si la oferta de futuro que ofrecen a la juventud española está en hipotecarse a veinte años, lo tienen jodido. Como no les pueden dar otra cosa les tientan con un 20% de pronto pago con protocolos, que saldrá de los impuestos. ¿Y luego? Luego habrán pasado las elecciones y ni siquiera podrán seguir conociendo mundo por Interrail, ni buscarse la vida fuera del piso hipotecado. La clase política promueve una generación criada en macetas. Hipotecarse o morir. Una maldición, porque hipotecarse es morir un poco.