Rajoy nos convocó de urgencia a un puñado de colaboradores y poco después Gabriel Elorriaga, como secretario de Comunicación, anunció el boicot del PP a todos los medios de Prisa mientras Polanco no rectificara. Polanco murió sin hacerlo y el que acabó rectificando su política fue el PP. Pero aquel incidente –su trasfondo– sigue marcando la vida pública española.
La histérica exhibición de hooliganismo en que devino el Comité Federal del PSOE –un terrible punto de referencia, ya para siempre, en la historia tantas veces cainita de la izquierda española– es la culminación de un proceso que Pedro Sánchez, con su temeraria levedad, profundiza, acelera y hasta encarna, pero no inicia. Los anglosajones, tan fértiles con las palabras, han acuñado el sintagma post-rationaldemocracy para explicar fenómenos deplorables como el Brexit o el ascenso de Trump. En España, el ocaso de la razón colectiva empezó mucho antes del tsunami anti-élites y la fragmentación mediática que definen el mundo de hoy. Su origen es la pervivencia –y convergencia– de dos corrientes autóctonas de irracionalidad: el odio atávico a la derecha y la exaltación atávica de la identidad.
En su irrupción del pasado miércoles en la Ser, Felipe González dijo: «Yo no coincido con Sánchez en satanizar al PP». Así sea, pero no siempre fue así. Y desde luego no ha sido así en el caso del máximo valedor mediático de la operación contra Sánchez. La hecatombe tiene un íter. Y un hito indiscutible de ese íter es El futuro no es lo que era, el libro con el que Felipe González y Juan Luis Cebrián sepultaron definitivamente la verdadera tercera vía española –la que representaba Nicolás Redondo Terreros– y trazaron el rumbo de la infausta era ZP:
— J.L.C.: La sensación que percibo es que los del PP están felices porque son la derecha de siempre, la que colaboró con la Dictadura decididamente porque la engendró pero, encima, legitimada democráticamente. De algún modo es como si Franco se hubiera presentado a las elecciones y las hubiera ganado. Podemos ponerle todos los matices que queramos a esto, pero me parece que está claro lo que quiero decir. También votarían, a lo mejor, a Fidel Castro en Cuba.
— F. G.: A Milosevic lo votaban, más allá de los fraudes, no te quepa duda.
En la entrevista con Pepa Bueno, González se confesó: «Cada vez soy más demócrata». Como si fuera posible serlo un poquito, mucho o casi nada. La clave es que, como referente del PSOE, González contribuyó a la demonización de un partido que ha llegado a representar a la mitad de los españoles y que hoy –a pesar de la corrupción, de su inacción ante el separatismo y de su resistencia a la renovación– sigue ganando elecciones. Hace unos días, la senadora demócrata Elizabeth Warren acusó a Trump de socavar el sistema de convivencia norteamericano «by making hate Ok».
Aquí ha sucedido algo parecido. La legitimación del odio al PP abonó el terreno para la destrucción de los consensos constitucionales en épocas de Zapatero y la impugnación de la Transición por parte de los pijos de Podemos, a los que demasiados socialistas miran hoy con una mezcla de pánico y admiración. Siembra vientos. Ahí está Alfredo Pérez Rubalcaba, de inspiración del asedio a Génova en 2004 a blanco de los que asediaron Ferraz en 2016. Sí, la vieja guardia socialista, hoy desesperada, tiene una grave responsabilidad en el hundimiento del partido y en las consecuencias de ese hundimiento para España.
En la recta final de la campaña vasco-gallega, Miquel Iceta se desnudó: «Prefiero pactar con independentistas que un gobierno de Rajoy». Nadie ha resumido mejor un fenómeno sobre el que tanto, tan bien y tan infructuosamente se ha escrito. Ni Félix Ovejero en su imprescindible serie Contra Cromagnon. El espectáculo de estos días –guerra en Ferraz y golpismo en Cataluña– sólo puede entenderse a la luz de la vieja relación irracional de la izquierda española con el nacionalismo. Por volver a los patriarcas: ¿Quién protegió a Jordi Pujol de las investigaciones sobre Banca Catalana, según denunciaron los propios fiscales? ¿Y quién, en un artículo titulado El Discurso del Método, celebró la victoria del PNV frente al único experimento sincero de reagrupación constitucionalista desde 1978? Y no hablemos ya de Zapatero.
El verdadero Frankenstein no era tanto el gobierno fantaseado por Sánchez como el propio Sánchez. Es decir, este PSOE desquiciado. Moldeado a base de sectarismo, identitarismo y populismo, el muñeco cobró vida: comenzó a dar manotazos, destrozar la casa, autolesionarse, sin atender a razones. Casi enternecía ver a El País sacudir un día sí y otro también a la criatura que se negaba a obedecer. Borrell sucumbió; Sánchez plantó cara. Apeló a las bases contra las élites, como hacen los podémicos contra la casta y los separatistas contra la ley. Despreció toda autoridad, precedente o consideración pragmática. Agitó el no y no visceral al contrario. Plebiscitó la discrepancia y la petrificó en bandos. Era el perfecto post-rational man. Y sus primarias, pura política primaria.
El colapso de Frankenstein es una buena noticia para España. Empezamos a tocar fondo. La esperanza es que este paisaje devastado –ibérica tierra baldía– conmueva, movilice y reagrupe a los justos. A los que sí creen que los hechos son importantes; la razón, necesaria y la convivencia, posible. A los que no confunden los sentimientos con las convicciones ni lo viral con lo verdadero. A los que, como Chaves Nogales en su humilde hotelito de un arrabal parisino, proclaman que las únicas destinatarias de su odio son la crueldad y la estupidez.