JAVIER ZARZALEJOS-El Correo
Lo paradójico es que, sin una realidad social que lo justifique, España se incorpora a la serie de fenómenos extravagantes que se están apoderando de la política europea
Hace unas semanas, el presidente del EBB, Andoni Ortuzar, lo explicaba en las páginas de este periódico refiriéndose al apoyo del PNV a los Presupuestos Generales del Estado. «Hemos evitado el desastre en Madrid –decía Ortuzar–. Lo más duro es que por primera vez la alternativa al PP no iba a ser de izquierdas, sino una alternativa más de derechas y peor que el PP, que es Ciudadanos». Y añadía: «A quien más le pedimos que espabile es a la izquierda española, que es quien más puede rentabilizar este tiempo que hemos ganado».
No se les podrá acusar de no anunciarlo. Los objetivos del PNV eran tres: preservar los frutos de la negociación presupuestaria, evitar que por un adelanto electoral se precipitara la probable llegada de Ciudadanos al Gobierno y facilitar una alternativa de izquierda al Ejecutivo del PP. Cuando Pedro Sánchez ha puesto estos tres objetivos a su alcance, el PNV no ha dudado en derribar al Gobierno al que una semana antes había apoyado haciendo posible la aprobación de las Cuentas públicas. Con razón podía afirmar Ortuzar que nunca el PNV había tenido tanta influencia en la política española. Ha habido otros pactos, pero nunca los nacionalistas han tenido poder para decidir la suerte de un Gobierno de España. Ahora, además, después de atribuirse el mérito responsable de facilitar la estabilidad del Gabinete de Rajoy, podrá alardear de ser un dique de moderación frente a los posibles excesos izquierdistas del nuevo Ejecutivo.
Se puede imaginar el momento de amargura que atraviesa Rajoy. No ha tenido el largo periodo que media entre convocar elecciones y perderlas para prepararse y preparar a su partido para una suerte tan inesperada vivida con estupor. Y sería demasiado fácil explicarlo todo por la corrupción y una sentencia en la que, según denuncian con razón los populares, sus afirmaciones más explosivas sobre la presunta caja B del PP y la credibilidad de Rajoy como testigo hacen referencia a un asunto que no se sometía al enjuiciamiento de ese tribunal.
Sin embargo, las cosas son más complejas para el PP. Rajoy ha perdido, primero, porque no tenía mayoría. Y eso, que puede parecer una obviedad, es un principio básico en un régimen parlamentario como el nuestro. Ni ha tenido mayoría ni ha consolidado unos acuerdos firmes que se la prestaran. No ha sido fácil de entender esa relación tormentosa con su principal apoyo, Ciudadanos, ni el juego más bien infantil de elogios recientes al PSOE y al propio PNV, propuestos a Ciudadanos como modelos de responsabilidad. Rajoy ha alejado al partido de su base social, en la creencia de que una buena gestión económica supliría las carencias políticas que tanto se han notado en estos años. Y, finalmente, Cataluña, con un desafío independentista afrontado con retraso y errores de cálculo, ha pasado una costosa factura ante su electorado.
El mérito innegable de hacerse cargo de un país que en 2011 se encontraba al borde de la fusión nuclear en términos financieros y el impulso adquirido por la recuperación no deberían nublar el juicio del PP ante las decisiones que tiene por delante. La pérdida del Gobierno a manos de una mayoría de retazos en la que el mayor peso después del PSOE corresponde a la muchachada populista de Podemos no es un simple accidente de recorrido, sino el fin de un tiempo sobre el que el PP debe reflexionar.
En el otro lado, los gritos de «sí se puede» ya son expresivos de las referencias políticas de la nueva mayoría, suponiendo que esta realmente exista. El populismo voluntarista, el discurso sentimentalizado, el gesto efectista y las políticas superficiales –mientras pueda– van a marcar un periodo en el que objetivo de Sánchez será «estar» mucho más que «hacer».
Lo paradójico es que, sin una realidad social que lo justifique, España se incorpora a la serie de fenómenos extravagantes que se están apoderando de la política europea. La singular es que este Gobierno, porque así lo ha querido Sánchez, ofrece una plataforma de proyección sin precedentes para fuerzas políticas independentistas. No hay en los independentistas catalanes o vascos rastro alguno de interés por una contribución constructiva al Gobierno de lo común. Lo han declarado explícitamente en el Congreso y esta receta ‘frankensteiniana’ contiene augurios poco alentadores, por decirlo suavemente. Lo que no debería extraerse de ahí es la conclusión de que Pedro Sánchez está abocado a un mandato breve. El poder impone sus inercias y el beneficio que los socios del PSOE pueden extraer superará con creces el coste de algunas cesiones en su ortodoxia. Pero que tampoco se engañen los socialistas. Este Gabinete con los apoyos que ha cerrado es un Ejecutivo imposible de reconocer en un gran partido nacional como el PSOE pretende ser. Va a ser para los socialistas un foco de tensiones permanentes y pondrá en serios aprietos a alguno de sus barones que ahora enfilan las próximas elecciones autonómicas y municipales. Y Podemos no ha cambiado en su objetivo estratégico de desbancar al PSOE en la izquierda.
Dos observaciones finales. La primera, recordar que lo de ‘Gobierno Frankenstein’ no es una descalificación de la derecha, sino que lo acuñó Alfredo Pérez Rubalcaba para expresar la inviabilidad política de un Gobierno alternativo al de Rajoy cuando Sánchez lo intentó antes de ser defenestrado por la dirección socialista. La segunda es que Felipe González pide elecciones en otoño.