Miquel Giménez-Vozpópuli
El fugado Toni Comín ha pedido a los catalanes que sacrifiquen su bienestar personal, incluso su trabajo, en aras de la independencia. Se nota que lo tiene todo pagado
La siempre necesaria Real Academia define gandul como una persona a la que no le gusta trabajar, derivando el término del árabe hispánico gandúr, truhan, que proviene a su vez del árabe clásico gundar, mimado. Buceando en la etimología del término, encontramos que se denominaba así a los jóvenes mimados y elegantes cuyo cometido era acompañar a las mujeres adineradas, para vivir a expensas de éstas. Lo que viene a ser un mantenido, que prefiere que le sufraguen el gasto antes que trabajar.
Cataluña, a pesar del tópico que la define como laboriosa, es tierra propicia para el gandul, que ha encontrado en los últimos tiempos un espléndido acomodo en las instituciones autonómicas, lugares repletos de cargos donde se cobra mucho por no hacer nada. Comín, del que se desconoce cómo se gana la vida en las bélgicas brumosas -recientemente le ofrecieron un trabajo de profesor que rechazó alegando que su representación institucional le impedía rebajarse a tales cosas- se ha descolgado en una reciente entrevista por la peligrosa senda de los consejos, con la elegancia del gandul.
Dice el hombre que hay que boicotear la economía del Estado, “el enemigo”, según sus propias palabras, a base de movilizaciones, aunque eso suponga un tremendo coste para los catalanes. Costes que, forzosamente, habrán de ser económicos, laborales y de bienestar, y que repercutirían en la vida de los que vivimos aquí. ¿Has de perder tu puesto de trabajo por la independencia? Pues lo pierdes y punto. ¿Has de cerrar tu negocio? Lo cierras y te compras una estelada. El exconseller se apresura a decir que no es justo ni deseable, pero la república merece eso y más. Ahí es nada, lo que pide el héroe.
Comín tiene una trayectoria de manual en cuanto a gandulería se trata, y es lógico que siga en su contumaz línea de “a mí que me lo traigan hecho a casa”
Esta clase de señoritos mimados, de gandules, de napoleones de pacotilla, son de todo punto despreciables porque dan consignas que son los primeros en incumplir. Recuerdan a aquellos “opositores” al régimen que, desde París o México, instaban a la huelga general y al antifranquismo, sabedores de que a ellos no les iban a rozar ni un pelo de la cabellera. Son sacerdotes de la hipocresía separatista y no los héroes que pretenden ser. Instalados en sus mullidos sofás, dan órdenes que podrían acarrear funestas consecuencias a quienes las cumplan para, a renglón seguido, destapar una botellita de vino y cenar amigablemente, seguros de que no les ha de faltar nada.
Comín tiene una trayectoria de manual en cuanto a gandulería se trata, y es lógico que siga en su contumaz línea de “a mí que me lo traigan hecho a casa”. Colgado del flequillo de Cocomocho, y carente de cualquier otra singularidad, su molicie camina emparejada con su total desfachatez. No ha pagado jamás nada por vivir como ha vivido, mientras que muchos de sus seguidores han de ganarse el pan con mayor o menor fortuna.
A Comín solo pueden prestarle oídos los funcionarios de la Generalitat que se cogen el día libre para asistir a las manifestaciones separatistas, a esos que, viviendo de todos, solo sirven a unos pocos. Le harán caso los subvencionados, los liberados, los chupópteros del procés, que es lo mismo que decir del erario público. Poco más, porque quien tiene que pagar facturas no está por los delirios de un señorito gandul que pontifica en la lejanía.
Ande, Comín, hable menos y trabaje algo, aunque solo sea por experimentar una sensación novedosa. Porque, al paso que va, llegará usted a la jubilación sin haberse estrenado. Como muchos de los suyos.