Ignacio Camacho-ABC
- Quintero creó un universo de periferias morales donde brillaba el relámpago solitario de los hijos del desarraigo
Antes de convertirse en exitoso cazatalentos de inesperadas estrellas de la tele, perdedores de la vida a los que extraía la brillantez de un humor negro capaz de burlarse de la marginación y el fracaso, Jesús Quintero había revolucionado la radio en España. ‘El loco de la colina’, emitido desde Radio Sevilla –«mi antena es la Giralda», solía decir– convocaba cada madrugada a millones de oyentes insomnes al conjuro de una mística de la bohemia, una ceremonia de exaltación de la libertad en la que centelleaba el relámpago creativo de un hijo del desarraigo. Allí hizo del silencio un arte que desafiaba a la esencia sonora del medio. Sus pausas en mitad de las entrevistas arrancaban a los interlocutores confesiones surgidas de lo más hondo y secreto de la conciencia. Lo mismo iluminaba la trastienda de los triunfadores en una época de culto al éxito que sacaba a flote el orgullo magnético de los condenados a la derrota. Estos eran sus preferidos: los vagamundos, los ‘frikis’, los inadaptados. Con ellos construyó un universo de periferias morales, de arrabales de humanidad abandonada por los que transitó como un explorador de almas. Y forjó una personalidad singularísima que tenía el poder de sugestión de un poeta del submundo y cuestionaba la cara oculta del esplendor con la sola herramienta de su carcajada sarcástica. Le atraían los excéntricos, los aventureros, los rebeldes, los presidiarios, los heterodoxos, los perros verdes, los filósofos barriales que sabían condensar la contradicción de la existencia en unas pocas palabras. Fue el flautista de Hamelin del desencanto, el trovador que se burlaba de la hueca trivialidad de la posmoderna cultura de masas.
En los últimos años sintió la punzada del abandono. No se reconocía en la telebasura ni en la superficialidad del populismo periodístico. Se vio como un inmigrante del tiempo, desplazado, incomprendido, inexplicablemente fuera de sitio. Su colina sagrada había sido invadida por charlatanes tuiteros sin profundidad ni perspicacia ni ingenio, profetas de andar por casa, machadianos tenores huecos. Intentó iniciativas emprendedoras fallidas, mecenazgos artísticos malogrados, y antes que traicionarse a sí mismo terminó por refugiarse en la dignidad del olvido. Nunca estuvo loco salvo de grandeza, aunque sí pasó largos episodios depresivos, pero su fama amplificó la dimensión del personaje que había construido. Era tierno, guasón, soñador, mujeriego, amistoso, manirroto, un ser tan pletórico de inspiración como necesitado de cariño, un misántropo a trasmano de su popularidad, un solitario resignado a vivir en un exilio íntimo. Su legado es mucho más importante que el de la galería de raros que ha quedado en el imaginario colectivo. Fue un gigante de la comunicación en España, un innovador excepcional, inventor de un estilo. Descansa en paz, ‘Loquillo’ querido.