Es frecuente ver citada la frase «Es la economía, estúpido». Sólo en ocasiones muy contadas de manera correcta. Nunca fue nada parecido a un lema de campaña de Bill Clinton. El insultado aquí era no tanto su oponente de 1992, el presidente republicano en ejercicio George H.W. Bush, como sí mismo.
El axioma sale del magín del asesor Jim Carville, que lo clavó en papel en varios puntos de la sede central del equipo electoral del entonces gobernador demócrata de Arkansas. Se trataba de que fuera una de las ideas sobre la que tenían que pivotar los mensajes, junto a la mejora de la Sanidad y al «cambio contra más de lo mismo».
Clinton ganó las elecciones frente a un líder cuya popularidad rozó límites inverosímiles tras el resultado de la intervención estadounidense contra la invasión iraquí de Kuwait. Los que le rodearon fueron capaces de encontrar por dónde respiraba realmente la herida del electorado.
Alberto Núñez Feijóo no se ha caracterizado precisamente por la audacia en sus dos años y medio de desempeño como presidente del Partido Popular. Algunos se preguntan a qué responde el giro hacia las propuestas, digamos, «sociales» que ha efectuado en las últimas fechas.
En televisión, la mayor parte de las decisiones que se toman pueden explicarse con la frase «porque da audiencia». El equivalente en política serían los votos. Como estos no llegan con periodicidad diaria, las apuestas deben realizarse guiadas por encuestas.
Los compañeros que siguen la actualidad del PP tienen claro que aquí, efectivamente, están detrás los sondeos de opinión. En Génova han constatado, nos dicen, que la gente está más pendiente de iniciativas sobre estos temas que de los grandes asuntos que, hasta ahora, han protagonizado el debate público.
Dos ideas se destacan sobre las demás: los populares carecen de la menor pegada entre los jóvenes y la clase media se percibe devastada.
Las medidas – que nos hablan de escuelas infantiles, permisos maternales y paternales, cuidadores o duración de las jornadas laborales- podrán ser acertadas o equivocadas en sí mismas. Pero evocan asuntos que sí conectan con una ciudadanía que quizá sigue entretenida los giros de guion de la videopolítica, pero que rara vez se siente realmente concernida por los temas de los que más se habla.
La reacción ha sido furibunda en muchas esferas de la creación de opinión próximas a Génova y en algunas de las voces históricas del partido más hambrientas de micrófono. Han hecho buena la caricatura que determinados cronistas dibujan del «madrileñeo»: una burbuja ensimismada que no se relaciona fuera de los círculos del poder.
Vienen a decir que eso al votante liberal o conservador no le interesa. Aprecian un grado de intervencionismo indistinguible de la socialdemocracia que ha de disgustar a todos y cada uno de los millones de votantes de la formación, a los que imaginan como lectores ávidos de Cuadernos FAES.
El PP puede obtener rédito electoral incluso sin ganar un solo voto. Le basta con desactivar el discurso del miedo. Ese que ha permitido al PSOE retener al número de electores que le resulta suficiente para seguir gobernando. La abstención del contrario es tan útil como la adhesión del propio.
Ya en los tiempos del referéndum de la OTAN, la crítica por la izquierda del estilo de Javier Krahe usaba la deconstrucción de las siglas del PSOE como método para el reproche. («Ni Partido ni Socialista ni Obrero ni Español», y en ese plan). El PP puede darle la vuelta a la técnica para defender el espíritu de estas nuevas propuestas. Basta con mandar a los críticos a buscar «popular» en el diccionario.