Rubén Amón-El Confidencial
El error de subestimar las aglomeraciones se añade al despropósito de encubrir la negligencia a expensas de una crisis con la GC y de un nuevo episodio de desprestigio institucional
Fue un error fatal subestimar el 8-M y está siéndolo el propósito o el despropósito de encubrirlo. El Gobierno intenta desvincularse del pecado original de la pandemia, sustraerse al cráter de la zona cero, pero la estrategia de escapismo se está demostrando catastrófica. No ya por la falta de transparencia y las manipulaciones informativas, sino porque las maniobras disuasorias y las injerencias han profanado la separación de poderes, han abierto una crisis insólita con la Guardia Civil y han convertido a Grande-Marlaska en el mascarón de la resistencia.
Pedro Sánchez no quiere permitirse sacrificarlo. Hacerlo implicaría entregarle a la oposición una vaca sagrada y admitir la negligencia de la gestión sanitaria, aunque la obstinación con la que lo protege encierra al ministro en un laberinto judicial y subestima las consecuencias políticas —¿y penales?— derivadas de aquellas imprudentes aglomeraciones.
Es el contexto ‘incriminatorio‘ en que la Benemérita atribuye a Fernando Simón haber escondido las directivas comunitarias respecto a las precauciones que debían adoptarse cuando el virus ya había enseñado los colmillos. Exagera la Guardia Civil en sus conclusiones, incluso las politiza, pero la sobreactuación editorial del informe no contradice la desesperante ceguera del experto gubernamental. “Viva el 8-M”, proclamó Sánchez el pasado miércoles en el Parlamento. Era la manera altisonante de reivindicar el feminismo. O de utilizarlo para distanciarse de la responsabilidad embrionaria que implica haber bendecido las manifestaciones.
«Se le ha atragantado el 8-M. Tanto intenta camuflarlo, tanto se identifican las trampas de la tramoya y se complican las versiones exculpatorias»
Hubiera sido más sencillo admitir el error del 8-M. Atribuirlo al comportamiento imprevisible del virus. Y adoptar la versión extraoficial que se le escapó a Irene Montero en el ‘off the record’ de la entrevista a ETB. Salvador Illa repite una y otra vez que no existen evidencias científicas entre el 8-M y los contagios, pero resulta que él mismo, al día siguiente, dio carta libre a los gobiernos autonómicos para suspender los actos masivos.
Se le ha atragantado al Gobierno el 8-M. Tanto intenta camuflarlo, tanto se identifican las trampas de la tramoya y se complican las versiones exculpatorias. Autorizar las ‘manis’ fue una mayúscula equivocación política. ¿Y un delito? ¿Fue un delito permitirlas?
«Los picoletos y los jueces medievales están organizándole al Gobierno la misma conspiración que sojuzgó la libertad del pueblo catalán»
De haberlo, no tiene sentido alguno endosárselo al delegado del Gobierno, ni por jerarquía ni por razones cualitativas, aunque las intromisiones de Grande-Marlaska en la instrucción judicial delatan las inquietudes del Ejecutivo respecto al horizonte judicial. La cadena de purgas y la beligerancia de la Abogacía del Estado enfatizan una campaña de desprestigio hacia la Guardia Civil que se ha extendido a la propia idoneidad y credibilidad de la jueza Rodríguez-Medel.
No cabe mejor escenario para el oportunismo e instrumentalización de las tesis soberanistas: los picoletos y los jueces medievales están organizándole al Gobierno la misma conspiración que sojuzgó la libertad del pueblo catalán. Le gusta a Iglesias la versión. No porque crea en ella, sino porque forma parte de los argumentos disuasorios que utiliza la coalición para desenfocar la negligencia de la emergencia sanitaria. Incluido el disparate del golpe de Estado.
Se trata de camelar a la opinión pública y de constreñirla a tomar partido en la batalla del bien (la izquierda) contra el mal (las derechas), aunque las maniobras de distracción han originado al Gobierno una crisis indisimulable. El 8-M es el problema original y nuclear, porque describe la subestimación de la pandemia. Y porque la tentación de encubrirlo desnuda a Pedro Sánchez en sus pulsiones autoritarias e indigencia institucional. Se ha enterrado a Montesquieu con más cal que arena. Se les ha extirpado a los expertos argumentos de gracia como si fueran cobayas. Se ha generalizado la propaganda informativa. Se ha roto la confianza con la Guardia Civil. Y se ha acreditado la ceguera en la gestión de la pandemia. Puede que no acarree consecuencias judiciales semejante ejercicio de negligencia, pero está claro que el Gobierno las temía y las teme, más todavía cuando la sentencia emitida en el Tribunal de lo Social de Teruel atribuye a la Administración (aragonesa) el delito de haber expuesto a los profesionales sanitarios. Los argumentos pueden extrapolarse a las demás comunidades y al ámbito nacional. No solo porque la jueza —y la Fiscalía— sostiene que la situación provocada por la pandemia era “previsible y evitable”, sino porque se incurrió en la desprotección de los ciudadanos, subestimando las alertas sanitarias de la OMS y las recomendaciones de los organismos comunitarios. Ahí está abierto el cráter del 8-M. Más arena echa el Gobierno para cubrirlo, más grande se hace el agujero.