Los socialistas han avanzado electoralmente porque en Euskadi se ha acabado el ciclo del nacionalismo sectario, ése que agota incluso a nacionalistas como Josu Jon Imaz. El PNV debería entender que el tripartito ha sido derrotado por el aburrimiento que sus planes identitarios, divisores y absurdos han provocado en miles de vascos.
L leva el PNV seis planes quinquenales en el poder y en ese interminable tiempo político parece haber incorporado a su identidad la idea irrevocable de que, fuera del nacionalismo vasco que él encarna, Euskadi no tiene salvación.
En esos casi treinta años el PNV ha conseguido que su himno partidario sea el himno de la comunidad, que su bandera sea la de todos, que sus militantes y simpatizantes hayan copado todo tipo de cargos, de todo tipo de rangos, en la nutrida Administración, en la Ertzaintza, en la tupida trama institucional que controla la vida vasca desde las diputaciones hasta la sociedades gastronómicas, pasando por el Guggenheim, la EITB, la Feria de Muestras o la autopista Bilbao-Behobia.
El PNV ha construido durante treinta años el país a su imagen y semejanza, ha prolongado el partido a toda la sociedad, ha entendido Euskadi como un batzoki en el que sólo los jeltzales estaban autorizados a tener el poder; el poder en sentido absoluto, entendido como el control de la agenda, la organización de la vida y la capacidad de decidir sobre cómo deben vivir y ser considerados los otros. Lo ha hecho así el PNV porque desde el minuto uno ha tenido claro que quería hacerlo así; porque, primero la UCD, con su complejo que le hacía sentirse culpable de cuarenta años de dictadura; después, los socialistas, que pensaban que el PNV era fundamental para la vida del país; y más tarde Aznar, que estableció, en su primera legislatura, una relación de confianza con Arzalluz, entendían que el PNV era un partido imprescindible.
En esos treinta años el PNV ha perdido elecciones, ha obtenido malos resultados, ha pasado por crisis y una escisión, ha ganado elecciones, ha arrasado en determinadas convocatorias…, en todos los casos la conclusión ha sido la misma: este partido es imprescindible. Hasta tal punto el PNV ha tenido una consideración especial que los casos de corrupción que han aflorado en su seno -no todos en los que está presuntamente implicado- apenas han tenido repercusión pública, no le han supuesto el coste electoral que a otros y no han dado paso al debate aún pendiente: cómo de la concepción patrimonialista del poder deriva automáticamente la proliferación de casos de corrupción en las filas del partido que la practica.
En los últimos diez años, el PNV ha forzado ese planteamiento identitario que le lleva a distinguir entre los vascos auténticos, los nacionalistas y los residentes de segunda (‘que han venido de fuera, con el voto y la maletita’, decía Arzalluz). De la mano de Arzalluz e Ibarretxe, el PNV se ha embarcado, primero, en un plan de Lizarra que proponía el pacto con la banda terrorista para echar de las instituciones vascas a los llamados españoles. Ibarretxe pasará a la Historia como el gobernante que se emperró en la promoción de un plan frentista, que pretendía fracturar aún más a la sociedad vasca, que ahondaba en lo que más nos podía dividir y se olvidaba de los problemas concretos de los vascos concretos.
Estamos en un evidente fin de ciclo en la política vasca, en una situación en la que lo que es normal en la calle empieza a serlo también en la política. En ese contexto, el PNV de Ibarretxe se ha quedado sin mayoría nacionalista, sin frente nacionalista, en el Parlamento vasco. La derrota del tripartito y, con ella, la de su plan divisor, unida a la ilegalización del partido que defendía a los terroristas ha permitido una mayoría absoluta no nacionalista en el Parlamento vasco. Los apestados, los otros, los vascos de segunda, pueden ahora colocar a Patxi López como lehendakari. Como ocurre casi siempre, esta novedad es la consecuencia del sectarismo de los que estaban en el Gobierno y mérito del partido que hasta ahora estaba en la oposición.
Esta nueva situación produce una auténtica convulsión en el PNV. Convulsión, vértigo y extraordinaria irritación. ¿Cómo podemos estar fuera del poder si este país es nuestro? ¿Cómo van a gobernar los metecos, los que no son como nosotros, los que están aquí de ocupas? (La forma en que Ibarretxe se ha dirigido a Patxi López durante toda la campaña es un compendio de xenofobia).
Esa rabia les hace decir barbaridades como que un lehendakari socialista constituiría un golpe… institucional, les lleva a titubear irritados cuando se les pregunta cómo será el traspaso de poderes, les lleva a hablar ‘con Madrid’ todo el rato, a exigir que Madrid mande en Euskadi e impida que Patxi López sea lehendakari. (Algún día habrá que contar la lista de llamadas ‘a gente de Madrid’, realizadas con angustia y vehemencia por destacados dirigentes del partido de aquí que imploran que ‘los de allí’ manden sobre los socialistas de aquí).
No considera desde luego el PNV ningún golpe gobernar en Álava, siendo terceros; en Guipúzcoa, siendo segundos; haber gobernado Euskadi después de las autonómicas del 86, tras haberlas perdido y quedar segundos.
Todo el PNV despliega ahora su presión en Madrid para impedir lo que más angustia y perplejidad les produce: verse fuera del Gobierno. Fuera del Gobierno, pero no del poder, porque lo han amasado de tal forma durante tantos años, y con tanta impunidad, que, así pasen una legislatura en la oposición, seguirán detentando mucho poder, mucho más poder que otros partidos cuando se van a la oposición.
Lo cierto es que estar en el Gobierno y pasar a la oposición sin pegarle una patada al tablero debería formar parte de la cultura democrática. Lo cierto es que pensar que un partido sólo puede estar en el poder refleja un talante, como mínimo, autoritario.
Patxi López tiene todo el derecho del mundo a aspirar a ser lehendakari porque cuenta con una mayoría de escaños para ello. Otra cosa es que, en el caso de ocupar la Lehendakaritza, su mandato vaya a ser un balneario. Deberá, primero, formar un gobierno no de partido, con aperturas al nacionalismo vasco y al PP. Tendrá, luego, la fragilidad de los apoyos, la dependencia de la política que el PP quiera hacer, cuya dirección nacional ha dado ya pruebas más que suficientes de deslealtad y utilización perversa de la lucha contra el terrorismo. Pero todo eso forma parte de la política, de la solución de problemas.
Los socialistas han avanzado electoralmente porque en Euskadi se ha acabado el ciclo del nacionalismo sectario, ése que agota incluso a nacionalistas como Josu Jon Imaz. El PNV debería entender que el tripartito ha sido derrotado por el aburrimiento que sus planes identitarios, divisores y absurdos han provocado en miles de vascos.
Cuando el PNV se escindió, este partido llegó a conclusiones tonificantes: para ser vasco no hace falta ser nacionalista (1988, discurso del Arriaga). Posiblemente le venga muy bien al PNV una temporada en la oposición, para ventilar el sectarismo, para darse cuenta de que otros pueden gobernar y para volver a llegar a la conclusión de que se puede ser vasco sin ser necesariamente nacionalista.
José María Calleja, EL CORREO, 10/3/2009