Jorge Vilches-El Español
El autor alerta contra el discurso de confrontación exhibido por Pedro Sánchez y sus aliados, que ve propio de otra época e «inapropiado» para quien tendría que ejercer como presidente de todos los españoles.
La investidura de Pedro Sánchez ha demostrado que hemos entrado en la fase de la brutalización del discurso político. En la historia parlamentaria de España era inédito hasta ahora el que un candidato a la presidencia y sus socios se dedicaran casi en exclusiva a insultar a la oposición. No han sido descalificativos sin meditar, producto del calor del momento. Estaban estudiados porque su prensa amiga lo ha repetido en columnas y análisis.
La construcción dialéctica es bien sencilla. Para empezar se han dedicado a decir que no hay diferencia entre la derecha y la “ultraderecha”. Incluso Adriana Lastra, que no tiene estudios de ningún tipo, indicó que el PP había adoptado ya las formas y expresiones de Vox.
Una vez que los coaligados socialistas, comunistas y nacionalistas han establecido que el enemigo no tiene matices, que es uno solo, se han dedicado a decir que la derecha no acepta la democracia. La dicotomía schmittiana está servida; es decir, han señalado al enemigo de la construcción del nuevo Estado.
Ese discurso lo han llenado de insultos y descalificaciones, vinculando además a la derecha con la defensa del status quo, de la Constitución, de las autonomías y de la monarquía. Sánchez lo ha rematado hablando de dos bloques: el progresista y el retrógrado, el que avanza y el que bloquea.
Es un discurso guerracivilista, de confrontación, no solamente propio de otra época, sino inapropiado para quien debería ser presidente de todos los españoles. No ha habido, en consecuencia, una propuesta de gobierno, sino de trinchera. Y eso es peligroso.
Anuncian que se pueden saltar la ley para dar satisfacción a los que quieren romper la Constitución de 1978
Una vez establecido ese discurso, con un relato detrás para crear lo que Mannheim llamaba “falsa conciencia”, se procede a hacer coincidir la legislación con una supuesta “voluntad popular”. Esto se traduce en adecuar la ley a los nuevos tiempos, a la nueva España que piensa crear para sí misma la coalición de Sánchez.
En ese proyecto y con esa falsa conciencia lo siguiente es marginar, despreciar e ilegalizar si es preciso a los enemigos del progreso, designados como antidemócratas o fascistas. En esa construcción sobran los “enemigos”, a quienes ya han señalado: el PP, Vox y Cs. Va más allá de un nuevo Pacto del Tinell; peligra el pluralismo.
Es una fórmula totalitaria con estilo populista. Incluso Alberto Garzón ha dicho que la mayoría social les legitima. Traduciendo: que ellos interpretan la supuesta voluntad popular para hacer lo que dijo Sánchez: “la ley no es suficiente”. Eso significa que despreciarán los procedimientos jurídicos y al Poder judicial, transformando el Estado de derecho en una parodia valleinclanesca.
Anuncian que se pueden saltar la ley para dar satisfacción a los que quieren romper la Constitución de 1978, y establecer una nueva Ley fundamental sobre dos principios: la equidad entendida como igualdad material, y las identidades nacionales. Todo esto con el anuncio que hizo Sánchez de una ley de censura que evitara la “desinformación”.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Tras el colapso del PSOE entre 2011 y 2015, los socialistas se debatieron entre seguir una fórmula socialdemócrata, de centro-izquierda clásica, o dar un giro para hacer frente al PP y a Unidas Podemos. Ahí estuvo la victoria de Pedro Sánchez. No se trata solo de una cuestión de falta de escrúpulos, de promiscuidad política ciega, sino de estrategia.
Esa historia de las dos Españas y de dos lados enfrentados permitía a Podemos cerrar al PSOE el acercamiento a PP o Cs
El sanchismo tomó de Podemos el retorno de lo político que venía alimentando el discurso del odio calculado de los de Iglesias. Leyeron a Chantal Mouffe, Lakkof y Slavoj Žižek, por encima, no más, y concluyeron que había que convertir cada elemento de la vida pública y privada en algo político, en un conflicto, en un problema para abrir frentes. Era preciso establecer fronteras para confrontar proyectos de sociedad diferentes. Y usaron cosas del pasado -como Franco- hasta lo más pequeño del presente -los semáforos inclusivos-.
Inventaron términos, demonizaron al adversario y utilizaron las imágenes de la Guerra Civil para facilitar que la gente visualizara la política como un conflicto entre dos bandos irreconciliables. No había nada más fuerte para la revancha y la movilización que presentar una derrota emocional.
Esa historia de las dos Españas, de los dos lados enfrentados, permitía a Podemos cerrar al PSOE el acercamiento al PP o a Cs, que hubiera sido lo sensato en cualquier país democrático. En cambio, los votantes socialistas, como si fueran podemitas, gritaban en la sede de Ferraz: “¡Con Rivera no!”. Nadie dijo: “¡Con Bildu tampoco!”.
Toda aquella estrategia basada en el conflicto para conseguir una hegemonía solo podía derivar en la primacía del discurso del odio encarnado en un Gobierno. Y eso es lo que hemos visto en esta investidura: diputados de Bildu, la CUP, de ERC, BNG, Nueva Canaria o Teruel Existe explicando su voto a Sánchez porque odian a la derecha.
Las manifestaciones de alegría de los vencedores eran la expresión del rencor y de las ganas de revancha. Incluso los millonarios Iglesias, Montero y Garzón hablaban de “justicia social” para esa “mayoría” que ha sufrido “los recortes” de la derecha.
El papel de Sánchez tolerando los insultos de sus aliados a las bases constitucionales de la democracia augura lo peor
El papel de Sánchez tolerando los insultos de sus aliados independentistas a las bases constitucionales de la democracia, augura lo peor. ¿Quién puede descartar un asalto a Lledoners que ponga en libertad a los políticos presos, como ocurrió en febrero de 1936 con los presos golpistas?
La brutalización del discurso ha sido en la historia el prolegómeno siempre de episodios nefastos. Nadie pensaba que podía darse un golpe en Cataluña en 2017, que fracasara en primera instancia, pero que luego el Gobierno se pusiera de rodillas ante los golpistas.
Tampoco podíamos creer que un candidato a la Presidencia del gobierno denostara al Poder judicial y usara las instituciones como la Abogacía del Estado en su beneficio, y ha ocurrido.
Hace casi cuatro años me preguntaba aquí si era rentable el uso del odio calculado desde la oposición. La respuesta es sí. No hace falta más que ver las lágrimas impostadas de Pablo Iglesias y la explosión de júbilo de podemitas, con el “Sí se puede”, y de los independentistas, capaces de derribar gobiernos constitucionalistas y aupar a los desleales, como Sánchez. Ahora están en el Gobierno, y será de odio.
*** Jorge Vilches es profesor de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos en la Universidad Complutense.