Ignacio Camacho-ABC
- El informe del Supremo deja al Gobierno jurídicamente desnudo y prefigura los fundamentos para anular el indulto
Si fuese Jordi Pujol, Sánchez iría a una televisión y le espetaría a la presentadora un «¿qué coño es el Supremo?». Pero Sánchez es Sánchez, o sea, Su Persona, y en vez de decirlo él acaricia la idea de que sea el Congreso el que desprecie al Alto Tribunal, último intérprete de las leyes, en nombre del pueblo. El César siempre piensa a lo grande y está dispuesto a abrir un catastrófico conflicto de legitimidades en torno al indulto a los separatistas catalanes. En cuatro décadas de democracia ningún presidente español se había atrevido a pensar en algo semejante: un enfrentamiento directo entre los poderes constitucionales. El primer paso hacia ese choque suicida ya se ha producido. Al hablar de «concordia» para justificar el perdón de los líderes del ‘procés’, el jefe del Ejecutivo asume de modo implícito la existencia de un componente político en el delito; exactamente el argumento (falso) en el que se apoya el independentismo cuando sostiene que la insurrección fue la expresión multitudinaria de un deseo colectivo que debe prevalecer sobre cualquier precepto jurídico.
En su mentalidad napoleónica, Sánchez tiende a sentirse por encima de la administración de justicia. Como todo populista considera que la ley debe plegarse al criterio ocasional de la mayoría, por más que ésta en su caso sea tan inestable como exigua. De ahí que el informe de la Sala que emitió la sentencia no se limite a señalar la obvia falta de requisitos de gracia sino que profundice en la función de la pena como mensaje admonitorio frente a las tentaciones de ruptura unilateral de la convivencia. El abrumador despliegue de razones del juez Marchena es bastante más que un trámite procesal de efectos prácticos nulos: prefigura los fundamentos de una más que posible revocación -hay precedentes- ante un eventual recurso y deja al Gobierno jurídicamente desnudo; expuesto, si desoye el alegato, a un monumental escándalo público.
El presidente tendrá ahora que elegir entre salvar su mandato o situarse al borde de la prevaricación si se sale del marco que el máximo órgano jurisdiccional le ha trazado. El repaso de la Sala, por otra parte previsible, le ha arruinado el intento de construir un relato. Le queda el arrebato autoritario, la pulsión del decretazo. Y si así lo tiene decidido, más vale que lo lleve a cabo por derecho -que desde luego no será por Derecho- en vez de disfrazarlo de mandamiento democrático, porque implicar al Parlamento en una colisión artificial de legitimidades supondría la más grave de las desestabilizaciones del equilibrio institucional del Estado. El problema es que en el fondo su concepto de la política se diferencia muy poco del de Podemos y los soberanistas: todos descreen de la separación de poderes porque se sienten imbuidos de una superioridad moral autoconcedida. Y no admiten cortapisas normativas que pongan límites a su hegemonía.