Rebeca Argudo-ABC
- La debilidad de este gobierno es tal (y por motivos tan diversos) que lo único a lo que parece aspirar es a aferrarse al poder
«No pasarán», le dicen a Sánchez sus acólitos en redes cada vez que jalea con un «volveremos a ganar» y, como gatos enfadados, las preguntas se me agolpan en el cerebro: ¿Quién son los que no pasarán? ¿Los que decidieron no votarle? ¿A dónde «no pasarán» exactamente? ¿Cómo que «volveremos a ganar», si no ganaron? ¿Y a quién van a ganar de nuevo? Creo que alguien ha perdido el norte y se olvida de varias cosas: de que esto no es un partido de fútbol, ni una batalla a librar, de que no se gobierna contra una parte de los ciudadanos sino que se gobierna para todos, incluso para los que no le votaron. Del respeto debido al pluralismo político y al derecho fundamental a la libertad de expresión y de pensamiento. Del compromiso con la verdad y la probidad que le presuponemos (presuponíamos) a todo cargo público, cuando eran conscientes de que estaban ahí para servir al pueblo y no para tenerlo a su servicio (que no es lo mismo). Todo esto, claro, suponiendo que, además de sobrevivir, aspiren a gobernar. Cosa que, de momento, tiene difícil. La debilidad de este gobierno es tal (y por motivos tan diversos) que lo único a lo que parece aspirar es a aferrarse al poder, aunque no pueda hacer uso de él, como se agarraría al último clavo ardiendo un aspirante a superviviente en el edificio de ‘El coloso en llamas’. Peliculón. Me flipan las pelis de catástrofes. Quizá porque se sabe uno a salvo y puede disfrutar de la ficción del sufrimiento sabiendo que todo es solo eso, puritita tramoya. Que las lágrimas son de cocodrilo y que nadie está en peligro real. Leí en un ensayo (no recuerdo el nombre del autor y, como diría Umbral, disculpen que no me levante a mirarlo) que disfrutamos con ese tipo de películas, como con las de terror o las de asesinos despiadados, porque nuestro cerebro reptiliano lo interpreta como experiencia propia y aprende de los peligros y de cómo evitarlos. Algo así como una reminiscencia de nuestros ancestros cuando observaban agazapados a sus depredadores (no sé, un tigre dientes de sable o un oso cavernario) para entender sus costumbres, estudiarlos y poder, si no vencerlos, al menos evitarlos. Precisamente en ‘El coloso en llamas’, el mastodóntico rascacielos colapsaba debido a la ambición y la corrupción de uno de los constructores. Y, mientras en lo más alto celebraban la gesta, vestiditos de domingo y sintiéndose invencibles en la cima del mundo, unos pisos más abajo se montaba el gran cirio. Por lo que sea, mi cerebro reptiliano ha asociado las dos historias: la de nuestro gobierno de coalición y la de ‘El coloso en llamas’. Cómo acaba la primera, lo desconozco. La segunda termina con un montón de muertos (como debe ser en el género), algún superviviente y un héroe, que ha arriesgado su vida para salvar las de otros, un rabiosamente guapo Paul Newman, diciendo al final, cuando todo parece indicar que los restos del edificio tendrán que ser demolidos, que «tal vez deberían dejarlo como está, como un monumento a la ambición humana».