Ignacio Varela-EL CONFIDENCIAL

  • Cuando digo que este es el Ejecutivo más inútil de la democracia, no me refiero a su escasa cualificación (que también), sino a lo estéril de su acción de gobierno, salvo para sostenerse en el poder pagando cualquier precio por ello

En España, polarización equivale a paralización. Si buscas la primera, tendrás también la segunda. Esta es la primera y más importante lección de los dos primeros años de la fórmula que parieron Pedro Sánchez y Pablo Iglesias. Cuando digo que este es el Ejecutivo más inútil de la democracia, no me refiero a su escasa cualificación (que también), sino a lo estéril de su acción de gobierno, salvo para sostenerse en el poder pagando cualquier precio por ello. 

El Gobierno más progresista que ha conocido la historia, resultante de la feliz coyunda de todas las izquierdas, autoconvocado a abrir una nueva era, redefinir la democracia desde su base, reparar todos los remiendos y averías de un sistema caduco, conquistar las más elevadas cimas en derechos sociales, reformas políticas y regeneración de la vida pública, consolidar un bloque social de poder que condenaría a la pérfida derecha al ostracismo para varias décadas y haría olvidar los muy dudosos logros del régimen del 78, ha resultado ser un fiasco histórico si hay que juzgarlo por los resultados tangibles de su gestión.

Han transcurrido 42 meses desde la exaltación de Sánchez al poder y dos años desde su histriónico abrazo con Iglesias tras 24 horas de fatigosas negociaciones a la alemana, diseñando punto por punto el futuro de España. 

El balance más obvio del experimento es que cualquiera de los gobiernos anteriores, desde los de Suárez a los de Rajoy pasando por los de González, Aznar y Zapatero, puede exhibir un caudal de reformas estructurales y transformaciones de la realidad mucho más abundante —en lo cuantitativo— y más sustancial —en lo cualitativo— que la obra raquítica de quienes llegaron con la pretensión adanista de enmendarles la plana a todos ellos.

Como criterio general, odio las autocitas. Pero en esta ocasión, excepcionalmente y sin que sirva de precedente, me viene bien rescatar un artículo que publiqué en este periódico el 25 de junio de 2018, cuando el flamante presidente apenas había estrenado su colchón en la Moncloa. Se titulaba “Las diez cosas que Sánchez no hará en esta legislatura”. Sobraba la apostilla: no las hizo en aquella legislatura ni en la siguiente —que duró seis meses—, ni en esta que ya ha abierto los cajones de salida de la carrera electoral, ni las hará ningún Gobierno, con Sánchez o sin él, de izquierdas o de derechas, mientras se prolongue la dinámica actual de la política española. 

Recuerdo a vuela pluma las reformas (todas ellas prometidas mil veces a bombo y platillo) que ya entonces se adivinaban inviables: No habrá —decía el texto— ninguna reforma de la Constitución. Tampoco un nuevo sistema de financiación autonómica. No cambiará el régimen jurídico de Cataluña, ni la abominable reforma laboral de Rajoy se sustituirá por un marco de relaciones laborales sustancialmente distinto. Las políticas económicas y presupuestarias marcharán al paso que se marque en Bruselas. No se podrá reformar a fondo el sistema de pensiones, ni poner en pie un nuevo modelo energético. Seguiremos sin un pacto educativo. Tampoco se hará una verdadera reforma fiscal, y, por supuesto, la denostada ley electoral permanecerá intocada.

La lista podría haber continuado con otras tantas reformas estructurales, que están pendientes en España desde hace ya un par de lustros y que permanecen en dique seco, atrancadas por un marco de relaciones políticas que no solo es tóxico para la convivencia, sino radicalmente ineficiente y estéril.

El reformismo democrático está bloqueado en España. Podría recurrirse, para explicar el fracaso, a la ínfima calidad de esta generación de dirigentes y gobernantes; a la excentricidad genética de la coalición de gobierno; a la supeditación voluntaria del Gobierno a los reventadores del Estado; a la burricie de una oposición de tierra quemada, y, cómo no, a la maldita pandemia. Todas ellas son, sin duda, circunstancias coadyuvantes, singularmente el virus. Pero no creo que sin la pandemia las cosas hubieran sido, a efectos de reformas de fondo, sustancialmente distintas, porque el mal de origen es previo a ella y está en el alma de la criatura.

El impulso reformista que, en una u otra dirección y con mayor o menor acierto, marcó la trayectoria de la democracia española desde su fundación, se ha quedado inane y seco por culpa de la ferocidad sectaria que ha convertido lo que Felipe González llama “el espacio público compartido” en un secarral irrespirable donde las plantas mueren antes de nacer y solo el azufre crece. 

Puede que quienes diseñaron los planos de nuestro régimen se equivocaran por no prever esta situación. Seguramente pesó en ellos el recuerdo de nuestra catastrófica historia durante todo el siglo XIX y los dos primeros tercios del XX. Pero lo cierto es que construyeron un entramado constitucional que hace imposible abordar cualquier transformación de fondo, cualquier cambio que afecte a las estructuras básicas del país, sin que para ello opere algún mecanismo de concertación política transversal y, a la vez, se preserve la lealtad institucional en cuya ausencia el sistema entero se gripa.

El factor humano siempre es determinante en la política, pero, en este caso, no es solo el quién, sino, sobre todo, el cómo. Hay un choque esencial —y, por tanto, fatal— entre un marco constitucional alérgico a la polarización y una clase dirigente adicta a ella. Es como si, en un campo de fútbol, ambos equipos decidieran por su cuenta ignorar la regla del fuera de juego, dar validez a los goles con la mano y autorizar patadas a discreción. Habría un balón (¿o no?), dos porterías y 22 individuos con camisetas de colores distintos, pero nadie en sus cabales llamaría fútbol a eso ni esperaría que saliera algo bueno de semejante carajal. 

Ignoro cuánto tiempo le queda a esta legislatura y cómo evolucionará la coalición entre Sánchez y Díaz, aunque sospecho que a ambas partes les va a interesar llegar a las urnas sin el lastre del otro, quizá mediante una separación más o menos amistosa inmediatamente antes de las elecciones que no arruine nada para el futuro. Pero estoy seguro de que llegaremos a ese punto sin que nada de lo que es importante para España se haya siquiera empezado a encauzar, y con la penosa certeza de que una polarización invertida —que es lo que se nos ofrece hasta el momento— solo servirá para que el país siga braceando en aguas pantanosas. Este está siendo, de lejos, el Gobierno más infecundo en 44 años de democracia: solo puede superarlo el próximo.