Ignacio Varela-El Confidencial
El Gobierno Sánchez-Iglesias ha tardado muy poco en enfrentarse a dos tipos de crisis. La más preocupante es la del coronavirus. Las otras son las que el propio Ejecutivo produce
En sus casi dos años como presidente, Pedro Sánchez no ha tenido que hacer frente a ninguna de esas situaciones críticas que ponen a prueba la consistencia de un Gobierno: grandes sacudidas económicas, catástrofes naturales, conflictos bélicos que afecten al país, atentados terroristas… Más allá de la turbulencia electoral y del bloqueo institucional autoinducido, su existencia ha sido, desde ese punto de vista, bastante apacible. El último momento verdaderamente crítico que vivió el país fue la insurrección de octubre del 17 en Cataluña; esa se la comió —nunca mejor dicho— el Gobierno de Rajoy, y aún nos dura la indigestión.
Pero ha sido pasar la investidura, formarse el flamante Gobierno de coalición con Podemos y comenzar el oleaje en serio. El Gobierno Sánchez-Iglesias ha tardado muy poco en enfrentarse a dos tipos de crisis. La más preocupante, de origen exógeno, es la del coronavirus. Una amenaza cuyo potencial dañino en términos sanitarios aún se desconoce, pero que sacude todas las estructuras y abre todos los frentes a la vez: el económico, el social, el político, incluso el geoestratégico. Todo parece de repente estar en peligro, y la incertidumbre nos domina. Nadie puede predecir en qué situación estaremos dentro de unos meses.
En la gestión de esta crisis, al Gobierno no le han creado problemas las comunidades autónomas que gestionan la sanidad —cuyo comportamiento, hasta el momento, viene siendo inusualmente cooperativo y disciplinado—, ni la oposición política, ni los medios de comunicación ni las organizaciones sociales. Las deficiencias que puedan señalarse nacen del interior de un Ejecutivo enzarzado en una guerra de espacios entre sus componentes, atenazado por sus hipotecas ideológicas y preñado de autosuficiencia.
¿Quién está tomando las decisiones? Es absurdo pretender que en esta compleja crisis multifactorial sea el ministro de Sanidad quien debe llevar las riendas. Semejante afirmación solo responde a la necesidad de neutralizar el alocado movimiento de una ministra de Podemos, la de Trabajo, dispuesta desde el primer día a obtener el protagonismo del que deliberadamente se le privó en el diseño de la estructura del Gobierno.
Se echa de menos una célula específica del Gobierno para la conducción de esta crisis, comandada personalmente por el presidente del Gobierno. Como se echa de menos cierta coherencia en las decisiones. No es fácil comprender que se cancelen partidos de baloncesto y otros muchos eventos corporativos, pero que este fin de semana se celebren una manifestación masiva en Madrid —la del 8-M, con varios cientos de miles de personas en la calle de múltiples procedencias— y el congreso multitudinario de un partido político (Vox), sin que nadie haya abierto la boca para cuestionar su pertinencia.
Las otras crisis son las que el propio Gobierno produce. Han transcurrido varios días desde que se anunció al mundo que el Consejo de Ministros había aprobado el anteproyecto de ley de libertad sexual. Desde entonces, no ha sido posible conocer su texto, ni el Gobierno se ha aproximado a la ventanilla del Congreso para iniciar su tramitación parlamentaria. Aparentemente, estamos discutiendo sobre una ley fantasma.
La explicación es simple: no se conoce el texto porque no existe. Se está redactando y negociando ahora, tras constatarse que el borrador elaborado por el Ministerio de Igualdad era un adefesio impresentable —y, seguramente, indefendible ante un tribunal—. No es difícil reconstruir la secuencia: Irene Montero presenta su panfleto con forma de ley, el Consejo de Ministros se niega a asumirlo en esas condiciones y se adopta el compromiso fraudulento de anunciar la aprobación del proyecto para salvar la cara del socio y empezar de nuevo la redacción y negociación del texto.
Mientras tanto, un vicepresidente —justamente, el jefe político y consorte de la ministra afectada— llama públicamente machista al titular de Justicia, este le responde presentándolo como un bocazas, alguien decide malévolamente filtrar el documento interno que delata todas las inconsistencias del proyecto y se dispara un desquiciado intercambio de adjetivos entre miembros del Gobierno, con sus tres vicepresidentes de hecho (Iglesias, Calvo y Redondo) tirándose navajazos por debajo de la mesa mientras el presidente se refugia en el burladero. Todo un curso de deslealtades recíprocas.
Coetáneamente, se desarrolla una abstrusa contienda escolástica entre facciones feministas, que a ratos recuerda los debates entre tomistas y agustinianos, o entre la escuela soviética del marxismo-leninismo y la del pensamiento Mao Tse-Tung. Un debate que esconde una brutal disputa de territorios de poder entre los ‘lobbies’ feministas de los partidos políticos.
En realidad, esto no ha hecho más que empezar. Todo lo problemático que le sucede a este Gobierno nace de sus vicios de origen:
A) La demencial arquitectura cubista de un Gobierno al que primero se le pusieron los nombres de los ministros y después se encajaron a machetazos los organismos. Se inventaron ministerios vacíos de contenido, se trocearon departamentos sin sentido funcional alguno, se alteraron todos los procedimientos regulares de toma de decisiones dentro de un Gobierno y se crearon las condiciones objetivas para una lucha competencial permanente. Cuando llega el momento en que se exige de un Ejecutivo máxima cohesión y eficiencia, es cuando se manifiestan las chapuzas en su diseño.
B) El nacimiento de una coalición sin un programa común debidamente asentado y compartido, urgida únicamente por la perentoriedad de sacar adelante la investidura. Todos los debates de fondo que debieron quedar resueltos entre los socios antes de formarse el Gobierno se van a dilucidar ahora, uno por uno, con el BOE como campo de batalla.
Si Sánchez esperaba que entregando a Iglesias y los suyos un puñado de ministerios de saldo los neutralizaría operativamente, es que sigue sin medir bien a su socio y rival. La respuesta ha sido la esperada: si no nos dejan gestionar, nos dedicaremos a lo que mejor sabemos hacer, que es comunicar. Aprovechar a fondo todas las ventajas propagandísticas de estar en el Gobierno sin ninguno de sus costes prácticos. En ese terreno, Iglesias está dando sopas con honda a la desavenida dupla Calvo-Redondo.
C) El efecto corrosivo de la doctrina populista, recientemente abrazada por el PSOE de Sánchez, según la cual la política está por encima del derecho. Inventada para justificar los tratos con el independentismo catalán, su poder tóxico se expandirá, como un virus, en todas las direcciones. Presentar la exigencia de pulcritud jurídica como una muestra de machismo es solo una muestra de ello. Por desgracia, no será la última.
Este equipo no se diseñó para gobernar, sino para durar. Es probable que consiga lo segundo sacrificando lo primero. Por eso no puede decirse —al menos por ahora— que el Gobierno esté en crisis; más bien, que lleva la crisis dentro de sí.