Ignacio Marco Gardoqui-El Correo
Mientras aumentan las bajas en el frente sanitario, en el económico las cifras de empleos perdidos o sumidos en la peligrosa deriva de las suspensiones temporales de empleo crecen a un ritmo demoledor. El Gobierno, que no destaca por sus aciertos ni por su coherencia en la gestión de la crisis, se encontró el pasado viernes ante un dilema infernal. Podía endurecer las condiciones del confinamiento y reducir al máximo la actividad, permitiéndola tan solo en las industrias esenciales. Es de suponer que tal decisión mejoraría la evolución de las cifras sanitarias, pero está claro que empeoraría gravemente las económicas. O podía arriesgarse a dejar las cosas como estaban, no empeorar la economía y enfrentarse a las consecuencias sanitarias.
Al final optó por una solución intermedia. No endureció el confinamiento, pero prohibió a las empresas y a los autónomos despedir a sus trabajadores por causa del maldito bicho, mientras que prorrogaba los contratos temporales que venzan a lo largo de la cuarentena. ¿Era una buena solución? Por supuesto que la salud es lo primero. Lo voy a decir otra vez, para que nadie me interprete mal: lo primero es la salud. Pero no podemos eliminar la variable económica en las decisiones que tomemos en el frente sanitario.
Italia ha optado por el cierre. El resto de países, por mantener un mínimo de actividad, siempre después de adoptar las máximas medidas de protección de los trabajadores que sea posible. ¿Por qué arriesgarse? En primer lugar estamos hablando de minimizar los riesgos con medidas de protección. En segundo, los trabajadores, por su edad, se encuentran en los niveles bajos de peligro. Y, por último, el cierre total acarreará consecuencias quizás irreparables y con seguridad terribles.
Pero la evolución de la pandemia con sus cifras demoledoras ha doblegado la voluntad del Gobierno y ayer por la tarde decretó el cierre total de las actividades no esenciales a lo largo de los próximos 15 días, una clasificación que es muy difícil de determinar y que provocará cierto caos. ¿Puede alguien asegurar que dentro de 15 días habrán desaparecido las razones que provocan hoy el cierre?
Se hará con la fórmula de permisos retribuidos para los trabajadores, que deberán recuperar después las horas perdidas. Es difícil evaluar el impacto de las medidas, como lo es saber si las actividades esenciales podrán funcionar tras parar las no esenciales. En el mundo de hoy todo está relacionado y no será fácil que todo funcione y se acople bien. De momento el cierre será corto –en verano muchas empresas cierran un mes y no pasa nada–, pero esto viene a sumarse a una situación ya de por sí muy delicada. ¿Cómo de delicada? El servicio de estudios de La Caixa los ha evaluado. Aventura una caída del PIB del 10% en el primer semestre, si la pandemia remite pronto. El paro se iría hasta el 20% en el segundo trimestre y el déficit público aumentaría en 60.000 millones, con la deuda aupada hasta el 5% del PIB. Además de previsiones, nos da datos. El uso de las tarjetas de crédito ha caído ya un 55%. Eso no me parece alarmante, pues imagino se recuperaría de inmediato en cuando podamos salir a la calle. Pero es que el uso de tarjetas por parte de extranjeros ha caído un 84%. Dato estremecedor que no está nada claro que se vaya a recuperar. Eso exige que vuelvan los turistas y, ¿vendrán este año?
Lo único cierto es que cuanto mayor sea el tiempo del paro de la actividad o cuanto más general sea, más daño y más permanente. Gabriel Rufián, con su habitual fineza intelectual, dijo esta semana que «Si no paramos el país, nos quedamos sin país». Correcto, pero ¿qué país tendremos si paramos el país? Esa es una cuestión que preocupaba a los dirigentes sensatos y, entre ellos, al Gobierno vasco y a las patronales, pero parece que no tanto al Gobierno. Prioriza el frente sanitario. Está muy bien. Solo falta confiar en que el sacrificio económico presente sirva para detener pronto esta horrible pandemia.