Carlos Sánchez-El Confidencial
Lo aprobado por Moncloa no es un auténtico programa de estímulo. Es solo un plan destinado a garantizar la liquidez, pero no servirá para inyectar más dinero a la economía
Todo indica que el Gobierno de Pedro Sánchez ha ignorado una de esas verdades como puños que arroja con lucidez la lengua española: ‘A grandes males, grandes remedios’. Podría haber usado la artillería, que la tiene, en particular la política fiscal, pero, por el contrario, se ha conformado con disparar salvas de ordenanza. Sin duda, por ese tacticismo que siempre incorpora a sus discursos políticos, y que ayer le hizo repetir una y otra vez que vendrán “nuevas medidas”.
Lo probable, sin embargo, es que no tenga mucho tiempo para detener la sangría económica que está a la vuelta de la esquina, y que es, exactamente, lo que le sucedió a Rodríguez Zapatero. Entre otras razones, porque un país cuya fuerza laboral es precaria en un 40,8% (el 26,1% de los asalariados tiene empleo temporal y otro 14,7% está a tiempo parcial) es una bomba de relojería, como ocurrió a partir de 2008. Máxime si se tiene cuenta que nada menos que el 42% de los contratos temporales dura menos de un mes, lo que significa que las empresas tienen vía libre para despedir de la noche a la mañana.
No es que lo hagan porque quieran o por mero capricho, sino porque este país sigue sin resolver un problema viejo que ningún Gobierno se ha atrevido a afrontar, la célebre dualidad en el mercado de trabajo, que hace que los ajustes recaigan siempre sobre los sectores más vulnerables.
Y esto es así porque, al contrario de lo que sucede en Alemania o en otros países del norte de Europa (en España, solo en la gran industria), no existe una cultura de la suspensión temporal de empleo, lo que permitiría repartir las vacas flacas entre el conjunto de las plantillas. Es decir, trabajar menos horas para que nadie pierda su empleo.
Con buen criterio, sindicatos y empresarios han pedido al Gobierno facilitar la tramitación de los expedientes de regulación temporal de empleo, pero hay pocas razones para pensar que en una economía con tanto peso del sector servicios la medida pueda ser realmente eficaz, aunque sea necesaria. No hay que olvidar que el 92% de los 3,36 millones de empresas españolas tiene menos de cinco empleados, lo que hace muy difícil repartir la carga de trabajo.
Una economía vulnerable
Esta realidad hace que el plan del Gobierno se quede cojo, ya que apenas avanza en la mejor herramienta que tiene un Ejecutivo para frenar un deterioro de la economía —que, haga lo que haga, se producirá—. Al fin y al cabo, la economía española es muy vulnerable a lo que suceda en la eurozona, y el BCE acaba de anunciar que, según sus previsiones, y eso que solo recogen muy parcialmente la crisis del coronavirus, crecerá este año apenas un 0,8%.
Hay que tener en cuenta que lo que comenzó siendo un ‘shock’ de oferta se va transformando, según pasan las semanas, en una crisis de demanda. Las empresas y los comercios no venden porque ni llegan turistas (83 millones el año pasado) ni la gente compra porque apenas sale a la calle, lo que significa que solo con estímulos (y no solo temporales o con anticipos a cuenta) se puede hacer frente a una situación que conocen bien los economistas, y que pasa por los dos instrumentos clásicos: aumentar el gasto público y, en paralelo, rebajar los impuestos para los sectores más vulnerables.
Esa combinación, lógicamente, solo puede llevar a un fuerte crecimiento del déficit público, pero en este contexto hay pocas dudas de que eso es necesario si no se quiere caer en una recesión duradera. Hasta el propio BCE dijo este jueves que “ahora se necesita una postura fiscal ambiciosa y coordinada”.
Aplazamientos de pago
No parece que vayan por ahí los tiros. Lo que este jueves anunció el Gobierno no fue la inyección de más dinero a la economía para estimular el crecimiento con políticas de demanda, sino anticipar a las comunidades autónomas (que son las que controlan la mayor parte del gasto público) fondos que luego tendrán que devolver a Hacienda cuando se haga la liquidación anual del sistema de financiación autonómica.
Lo aprobado es, por lo tanto, una cuestión de liquidez o de tesorería, como se prefiera, más que una inyección clara y precisa de dinero. Movilizar 18.225 millones de euros, como dice el Gobierno (de los que 14.000 millones son simples aplazamientos de pago) no es lo mismo que inyectar dinero a la economía. Ni tampoco destinar 1.000 millones del fondo de contingencia a gasto sanitario extraordinario. Simplemente, porque eso ya estaba presupuestado, aunque se fuera a destinar a otros fines.
Lo más razonable hubiera sido que ayer mismo el Gobierno hubiera anunciado una revisión del techo de gasto y una nueva senda de reducción de déficit menos exigente que la aprobada hace pocos días en el Congreso. Incluyendo, lógicamente, mayor flexibilidad en la regla de gasto.
Es evidente que esta revisión debe pactarse con Bruselas, pero hay pocas dudas de que en un contexto como el actual el ejecutivo comunitario no podrá poner muchas pegas. Y aunque las pusiera, Sánchez debería dar la batalla política. Ayer, por el contrario, el Gobierno, como publicó este periódico, se puso del lado de los austeros, frente al eje franco-italiano, lo que no parece muy razonable en un contexto como el actual. La ministra Calviño tiene aún tiempo para reaccionar en la reunión del Eurogrupo del próximo lunes.
No parece que sea la mejor idea ponerse, de nuevo, del lado de Alemania, cuya intransigencia retrasó en la anterior crisis una actuación decidida del BCE, a quien obligó a movilizarse solo cuando estuvo en peligro el euro, y que ahora tampoco parece entender, pese a lo que dice en público Merkel, que son tiempos recios que aconsejan moderación.
Hacer políticas de estímulo, en todo caso, no es volver a hacer el Plan E de Zapatero sino, simplemente, combinar gasto público y reducción selectiva de impuestos siempre que no pongan en peligro los grandes capítulos del Estado de bienestar, y que algunos solo reivindican cuando llega un virus procedente de China.