José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El volver a empezar de la legislatura depende de que se sanee un Consejo de Ministros al que Pablo Iglesias se reaparece en Moncloa como las caras de Bélmez. Ha dejado inoculada su dinámica destructiva
El actual Gabinete está amortizado (“Gobierno desplomado” de 5 de junio de 2021) y Pedro Sánchez, antes pronto que tarde, lo ajustará. Su funcionamiento es desolador. Técnicamente, incompetente. Políticamente, sectario. Está desnortado, sin rumbo, maltratado por uno de los partidos que lo integran —Podemos— y por los socios parlamentarios que lo acosan —ERC, PNV y otros ocasionales—. Se mantiene y se mantendrá porque la ruptura de la coalición comporta más inconvenientes que ventajas. PSOE y UP están de bajón demoscópico y la coyuntura política, social y económica sugiere un fracaso sistémico de su gestión. No es el momento para el divorcio.
La crisis de Cataluña se agudiza en vez de suavizarse pese al enorme desgaste provocado por la concesión de los indultos; la quinta ola del coronavirus insiste en denunciar la omisión de herramientas legislativas en las comunidades autónomas para adoptar decisiones que restrinjan derechos fundamentales (cierres perimetrales y toques de queda) y vuelve a revelar que el Gobierno yerra con una frecuencia inusitada: liberó de mascarillas a los ciudadanos en los espacios públicos con precipitación en un propagandístico Consejo de Ministros extraordinario y sigue empeñado en que bastan las medidas ordinarias para combatir los contagios. El resultado es que la campaña turística de julio se ha venido abajo. La ministra de Sanidad, en el alero.
La polémica sobre la solidaridad intergeneracional para sostener el sistema de pensiones —trabajar más o cobrar menos— ha impactado sobre al menos siete millones de futuros jubilados hasta tal punto que ha dejado in púribus al ministro Escrivá casi tanto como a la vicepresidenta Carmen Calvo el procedimiento registral previsto para la autodeterminación del sexo sin diagnóstico previo de disforia de género. El feminismo de trazabilidad socialista confiaba en ella. Teresa Rivera no tiene ya palabras para (no) explicar el incremento del recibo de la luz, ni del precio de los combustibles. Y Yolanda Díaz, sonríe y sonríe, pero resbala con el incremento del SMI, no acierta a concretar la nueva normativa laboral y no convence a Pedro Sánchez para plantear de inmediato una reforma fiscal, naturalmente, al alza, ni aprobar el proyecto de ley de vivienda.
Pero quizá no sea está disfuncionalidad constante el peor de los males que afecta al Gobierno. Es más posible que sea el legado de Pablo Iglesias en el Consejo de Ministros el factor que más distorsiona el funcionamiento del Gabinete. Se está imponiendo el conjuro de la vicepresidenta tercera y ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, cuando en mayo pasado profetizó: “Pablo Iglesias está aquí, con nosotras, no tengamos ningún temor.” Efectivamente, el hoy retirado cofundador de Podemos y exvicepresidente segundo del Gobierno dejó impreso en sus ministros un estilo de comportamiento bronquista y una disposición política ‘amateur’ que no han remitido.
Ha cambiado la escandalera con la que Iglesias venteaba las desavenencias con Sánchez y el PSOE, e, incluso, la agresividad, pero no el modo de afrontar las discrepancias profundas que distancian a los unos de los otros. El hecho de que Irene Montero, ministra de Igualdad, se haya pronunciado sobre su anteproyecto de ley de igualdad sexual a través de un vídeo y no en el acto oficial de referencia del Consejo de Ministros revela que socialistas y morados están a dentellada limpia. Los galaicos reproches —y por lo tanto en tono aparentemente suave— de Yolanda Díaz al presidente del Gobierno exigiéndole la misma “valentía” para subir el SMI que la que tuvo para indultar a los sediciosos del proceso soberanista demuestran que los bajos decibelios vocales son compatibles con una sofisticada mala uva.
Por lo demás, la irrupción de Alberto Garzón, instando a evitar la ingesta de carne, ha causado perplejidad tanto por la forma descoordinada de lanzar la campaña como por el fondo de su inoportunidad en términos económicos, lo que explica la reacción crítica de uno de los ministros más sensatos, discretos y competentes del Gobierno, el de Agricultura, Luis Planas, y la ruidosa e inédita desautorización del presidente (“chuletón al punto, imbatible”). El apagón político y mediático de Ione Belarra y de Manuel Castells, coherente con su inanidad gestora, componen el cuadro de un equipo gubernamental morado en desbandada. Pablo Iglesias inoculó la insurrección en el Gobierno y la subversión en el grupo parlamentario dirigido por Jaume Asens que ha tomado protagonismo respecto del alicaído Pablo Echenique. El catalán se ha situado con armas y bagajes del lado del independentismo republicano siguiendo, paso por paso, la estrategia de Iglesias.
La remodelación del Gobierno no solo debería buscar peso político en los nuevos ministros y capacidad de gestión en todos ellos, sino también cohesión, discreción, capacidad de compromiso, valores gubernamentales que Pablo Iglesias destrozó y que sus discípulos siguen destrozando. Lo que Sánchez ha consentido más allá de toda razonabilidad. La sucesora del residente en Galapagar, la reiterada Yolanda Díaz, aventuró también en mayo que, con la salida del exlíder morado, “la legislatura empieza ahora”. Pues no: el volver a empezar de la legislatura depende de que se sanee un Consejo de Ministros al que Pablo Iglesias se le reaparece como las caras de Bélmez. Porque el otrora secretario general de Podemos ha pasado de la presencia ministerial a la figuración paranormal. Ambas remiten, sin embargo, a lo mismo: a la cultura de la bronca, del conflicto, y a un entendimiento ventajista de lo que significa gobernar en coalición. O Sánchez cambia esa dinámica autodestructiva en el Gobierno o llegará exhausto y con el PSOE vapuleado a la cita con las urnas, sea cuando esa cita se produzca y, en todo caso, en 2023.