Juan Carlos Girauta, ABC 06/11/12
Los términos inequívocos en que Mas acaba de plantear su proyecto secesionista nos dejan sin espacio para la pulla diletante.
EL carácter más o menos ilustrado de alguien no depende de la etiqueta ideológica que escoja sino de la filosofía que trasluzca su discurso y, sobre todo, de los actos que realice, avale o justifique. Te dirás liberal o progresista, pero no puedes serlo, por mucho que te empeñes, si tus actos y palabras rezuman nacionalismo, excrecencia ideológica del romanticismo alemán. No negaré el interés intelectual de los enemigos de las Luces, y admito que Nafta pueda seducir más que Settembrini en La montaña mágica. Pero ni los actuales valedores de la oscuridad son capaces de estimularnos como el personaje de Thomas Mann, ni, volviendo a un presente más prosaico, hay modo de comprarle la etiqueta ilustrada a quienes se consagran a fines reaccionarios.
Hasta ahora, no era extraño que los críticos sometidos a entornos nacionalistas nos desahogáramos de vez en cuando colocando espejos delante de los falsarios. Francamente, lo ponían fácil. Vean, cuando esta mañana he sabido de las últimas proclamas particularistas disfrazadas de modernidades europeas, me ha venido a la cabeza el Menosprecio de Corte ya labanza de aldea, de Antonio de Guevara. Meter los prejuicios del nacionalismo catalán del siglo XXI en un moralista castellano del siglo XVI es un consuelo íntimo. Como el que procura la aparente paradoja de que la historiografía nacionalista suscriba con entusiasmo la vieja tesis central de los historiadores «visigóticos»: España es Castilla. Una visión superada, qué cosas, por Vicens Vives y, a efectos prácticos, por la Constitución del 78. El empeño en resucitar debates tan muertos acusa la impostura. Sólo desde ella se puede insistir en que España, una de las naciones más descentralizadas del mundo, tiene un Estado asfixiantemente centralista.
Con estas cositas nos íbamos entreteniendo los disidentes por salpimentar un poco la sosa unanimidad del país de los editoriales únicos. Pero no. Los términos inequívocos en que Artur Mas acaba de plantear su proyecto secesionista nos dejan sin espacio —y sin ganas— para la pulla diletante. Ya ni siquiera importa el modo en que hemos llegado hasta aquí, los lamentos por lo que se podría haber hecho y no se hizo, las razones del silencio de los corderos. Corremos el riesgo de seguir choteándonos de los fervorines de campanario mientras levantan fronteras a nuestro alrededor. Alerta.
La Generalidad no es cualquier cosa; tiene poder ejecutivo y poder legislativo; posee un sinnúmero de competencias que afectan a la vida diaria de millones de personas. Más allá de los trucos semánticos nacionalistas («Cataluña y España»: ¿qué pinta ahí esa conjunción?) hay un hecho que lo cambia todo: el administrador máximo de un poder no desdeñable anuncia que sus planes pasan por encima de la Constitución y de los tribunales. Ergo sólo reconoce como legítima su ley. Y ningún tribunal. Por desgracia, la lengua española se ha visto obligada a desarrollar múltiples expresiones para designar lo de Mas. Y ninguna es graciosa.
Juan Carlos Girauta, ABC 06/11/12