ABC 29/09/16
IGNACIO CAMACHO
· El estruendo de la rebelión socialista ha puesto sordina al verdadero golpe de ayer: el motín catalán contra el Estado
AUNQUE se trata de un golpe, no es de Estado. La rebelión contra Pedro Sánchez constituye una asonada, un motín, una conspiración, pero sucede dentro de un partido en guerra fratricida, con la estructura en llamas. Tiene todas las características de una conjura de familias –a Felipe le faltó comparecer ante Pepa Bueno acariciando un gato en el regazo– y concita la atracción morbosa de las intrigas dinásticas. Sin embargo, el auténtico golpe de Estado, el verdadero pronunciamiento contra las bases constitucionales de la nación, se produjo ayer en otra parte, casi a la misma hora en que Antonio Pradas entregaba en Ferraz las diecisiete firmas de los insurrectos contra el secretario general como diecisiete puñales clavados en su espalda. Fue en Barcelona, en el Parlamento de Cataluña, donde el presidente Puigdemont proclamó solemnemente, con fecha fija, la voluntad de lanzar un nuevo desafío a España.
Es tan profunda la impronta sociológica del PSOE, tan estratégica su importancia en el equilibrio de fuerzas del poder nacional, que su alborotada fractura interna ha puesto sordina al nuevo órdago independentista en la escala de potencia de los amplificadores mediáticos. Quizá la secesión catalana haya terminado por convertirse para la opinión pública en un zumbido de fondo como el de las chicharras en verano, una matraca incómoda pero habitual, minimizada en el ambiente como el murmullo cotidiano del tráfico. Ha perdido capacidad de sorpresa frente al fascinante estruendo de la crisis socialista, cuyos episodios concatenados reúnen el magnetismo de los grandes espectáculos dramáticos. La sociedad española asiste hipnotizada a una lucha cruenta y sin tapujos, a un duelo entre facciones ya irreconciliables librado con toda la ferocidad goyesca y trágica que puede alcanzar el cainismo político. Y mientras la mirada colectiva se clava en ese apasionante combate agónico, el soberanismo continúa, aliviado de presión, su rumbo de ruptura. No de un partido, sino de una nación.
Hay un punto de cruce entre los dos conflictos, que es la intersección entre la estabilidad del PSOE y la de las anquilosadas instituciones del Estado. La quiebra socialdemócrata agrieta de arriba abajo la estructura del consenso constitucional imprescindible para hacer frente a la sedición catalana. La única puerta de salida que le queda a Sánchez, la de un gobierno multipartito contra el PP y contra su propio partido, pasa por el entendimiento con un separatismo dispuesto a aprovechar la debilidad política del bloqueo. Por eso, aunque el pugilato socialista no responda a una disputa ideológica ni de proyectos sino a un truculento pulso de poder orgánico, sus efectos colaterales van mucho más allá de la querella tribal. La división del socialismo provoca aluminosis en uno de los pilares del sistema. Justo el que soporta ahora la mayor presión contra el edificio entero.