- No contento con entregarse a los enemigos de España, ahora insulta, acusa y estigmatiza a todo aquel que se atreva a contradecirle
Sánchez ha llamado golpista a Aznar, a través de uno de sus más obedientes monigotes a título de ministra, la sagaz Miss Puertollano, también conocida por Isabel Rodríguez: no hay barbaridad que no esté dispuesta a decir si, con ello, agrada al jefe y prolonga su permanencia en un cargo público para el que está tan preparada como Jack el Destripador para presidir el Colegio Oficial de Cirujanos.
La burda acusación al expresidente del Gobierno, que en síntesis coincide con Felipe González y con cualquiera con algo parecido a la decencia, es el clímax de la operación que Sánchez lleva años haciendo al objeto de borrar las huellas de sus fechorías.
La única forma de blanquear sus alianzas, que convierten en interventores de Moncloa a un exterrorista, un golpista y un prófugo; es elevar el tono contra la alternativa a esa organización criminal, recreando un universo paralelo en el que la amenaza contra España no viene de su dependencia de Puigdemont, Otegi y Junqueras a la vez; sino de la supuesta resurrección de un franquismo renovado encarnado en tipos como Aznar.
El líder popular, que como González tiene una autoridad moral que Zapatero no ha logrado y Rajoy no practica y es propia de lo que en Estados Unidos llamarían «padres de la patria», se ha limitado a recordarle a la sociedad civil que también tiene obligaciones morales, democráticas y cívicas en momentos como éste.
Y a apelar a la conciencia, individual de cada uno y colectiva de todos, para encontrar la respuesta democrática al desafío. Eso siempre sería oportuno, pero mucho más cuando el asalto sanchista a la Constitución viene precedido de una conquista, por lo civil o lo militar, de la práctica totalidad de los contrapoderes necesarios en un Estado de derecho, con la inestimable ayuda del equipo nacional de Opinión Sincronizada, siempre dispuesto a perfumar el vertedero para que huela un poco menos.
Golpista fue rodear el Parlamento andaluz o el Congreso de los Diputados para, entre barricadas y hogueras, boicotear las investiduras en su día de Moreno Bonilla y de Rajoy.
Golpista fue aliarse con Pablo Iglesias para, ante un resultado democrático adverso, activar una bochornosa «alerta antifascista» que transformó la legítima alternancia en una especie de abuso a corregir por cualquier método.
Golpista es perder las elecciones generales, ignorar la felicitación al vencedor, arrogarte la victoria, presionar al Rey para que bloquee cualquier investidura que no sea la propia y proscribir la alternancia e intentar implantar un Régimen de partido único.
Y golpista es insultar a los millones de españoles que quieren y se preocupan por su país mientras te encamas, sin pudor alguno, con esa minoría ruidosa que solo está dispuesta a apoyarte si a cambio aceleras la destrucción del orden constitucional, sustento de la convivencia pacífica entre personas de distintas creencias políticas pero idénticas reglas del juego.
Aznar no es golpista, claro. Pero si hay que buscar a alguien que encaje en ese perfil, resulta fácil encontrarlo: se llama Pedro Sánchez y, desde 2018, encabeza un golpe posmoderno, por fascículos, pero golpe al fin y al cabo.