Rubén Amón-El País
El mensaje del móvil pone al descubierto la guerra de clanes del soberanismo en un nuevo ejercicio de esperpento
Si el vídeo asesinó a la estrella de la radio, podría decirse que el WhatsApp –o la red “Signal”– ha acabado con la farsa del procés. Es la sentencia que ha emitido el propio timonel de la peripecia, Carles Puigdemont, en la pantalla de Toni Comín, pero no conviene excitarse demasiado con las expectativas de una capitulación. Menos aún cuando Gabriel Rufián ha publicado un tuit que reivindica la aritmética soberanista: “se despertaron y los 70 diputados estaban ahí”.
Necesitan los independentistas neutralizar el ridículo y el escarnio. No ya pretendiendo inculcar entre su grey que Puigdemont ha sido víctima de una pasajera ofuscación –“también soy humano”, ha publicado el expresident en sus redes sociales– sino apelando a una interpretación escrupulosa del Código Penal, de acuerdo con la cual los jueces deben perseguir con ahínco un delito de vulneración de la vida privada. Y puede que sea conveniente purgar la exclusiva periodística –cuántos informadores asumiríamos la condena–, pero no otorga demasiada credibilidad la iniciativa doméstica después de haberse despedazado la Constitución y de haberse profanado la instituciones, el Parlament y la democracia misma a fuerza de maltratarla.
Toda la audacia e inteligencia que hemos atribuido a Puigdemont en su plan de fuga y en su estrategia de orfebrería se ha demostrado insolvente en la confesión al camarada Comín. Ojalá hubiera muerto el procés, tal como él mismo concede, pero la ingenuidad que implicaría celebrar la victoria del constitucionalismo no contradice la euforia que proporciona asistir al akelarre del independentismo y a la obscena emanación de sus grietas, diferencias, contradicciones.
Se ha roto el relato de la armonía soberanista. Ya conocíamos de antiguo la virulencia de la bicefalia –Puigdemont contra Junqueras–, la indignación del PDeCAT respecto al plan de salvación del expresident, las tensiones saboteadoras de la CUP, las pulsiones fratricidas de esta abrupta coalición, pero se antojaba necesaria una prueba documental rotunda e inequívoca.
La manera de precipitarse, la prueba, se atiene a la dinámica de una tramoya esperpéntica. El programa de Ana Rosa ha desenmascarado la hipocresía y la traición que habitan el bloque independentista, aunque ya no puede hablarse de bloque, sino de proyecto en fase de demolición, más allá del precio que Puigdemont pueda ponerle a su ridícula agonía.
Y acaso la factura consista en la propuesta de unas nuevas elecciones. No le son leales al prófugo las 34 señorías de Junts per Catalunya, pero sí dispone de una veintena de diputados que pueden forzar un nuevo proceso de encubrimiento plebiscitario. Una “faida” entre independentistas cuya sangre demuestra que el horizonte común de una patria a estrenar debe subordinarse a una disputa de poder entre clanes a semejanza de la catarsis mafiosa.
Resulta patético el ensimismamiento con que Puigdemont se observa a sí mismo como el principio y el fin de Cataluña, hasta el extremo de que su WhatsApp interpreta que la República ha muerto como él. Y morir, muere todo lo que rodea. Puigdemont ha sido una epidemia. Y ha supeditado a su propia supervivencia su partido, su causa y su dignidad. Telón.