ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 22/09/14
· De todas las mentiras urdidas por el nacionalismo una de las más dañinas es la que asocia pobreza a unidad y prosperidad a ruptura.
De todas las mentiras urdidas por el nacionalismo en apoyo de sus tesis (¡y mira que hay donde escoger!), una de las más dañinas es la que asocia pobreza a unidad y prosperidad a ruptura. No es casualidad que la virulenta erupción separatista aparecida en la piel de España, a la vez que en la del Reino Unido, coincida con una época de crisis dramática, ni tampoco que los partidarios de la segregación apelen a los más bajos instintos de las gentes desesperadas prometiéndoles, en vano, que hallarán la salvación en el establecimiento de fronteras. Ni es casual ni es inocente. El siglo pasado es pródigo en acontecimientos que demuestran la estrecha vinculación existente entre la exaltación del «pueblo», entendido en su sentido más tribal, y el derramamiento de sangre cercana destinada a devolver a ese «pueblo» unos derechos y una riqueza presuntamente usurpados por el enemigo escogido como chivo expiatorio. Llámese españoles, llámese británicos, llámese judíos o eslavos. Quienes predican hoy ese discurso son muy conscientes, por tanto, de la clase de mercancía que venden.
El nacionalismo crece y se expande orientando sus mensajes a un sentimiento profundamente arraigado en el ser humano: el de pertenencia a un grupo susceptible de proporcionar sustento y proveer a las necesidades básicas de cada individuo. Un sentimiento que se agudiza cuando el sustento escasea y las necesidades son tales que amenazan la supervivencia. Un sentimiento mucho más cercano al instinto (y por tanto mucho más primario) que la noción de ciudadanía, cuyo diseño ha requerido milenios de evolución de la especie hasta desarrollar plenamente el concepto de libertad individual y el consiguiente ejercicio pleno de los derechos democráticos, cuyos únicos titulares posibles somos las personas y no los territorios. Pero es tan sencillo engañar a quien está deseando engañarse…
La gran falacia que esconde el último de los eslóganes producidos por la factoría CiU/ER, «queremos votar», consiste precisamente en reducir el sentido de la palabra democracia al hecho de depositar una papeleta en una urna, como si el ámbito de decisión, la soberanía, el marco jurídico vigente, las reglas previstas para alterarlo y los restantes elementos que configuran el modelo que invocan de manera tan simplista carecieran de trascendencia. Como si esa formidable construcción política que costó centurias levantar, la menos imperfecta de cuantas ha ideado el hombre hasta la fecha, pudiera ser despojada de los pilares legales que la sustentan para asentarse sobre la base demagógica de «optemos por comer separados que así comeremos más». Es fácil vender esa consigna. Tanto más fácil cuantas más bocas hambrientas anhelan creer ese embuste. Por eso se esmeran tanto los propagandistas del régimen en difundir eso de «España nos roba» en lugar de poner el foco en los rescates multimillonarios pagados a escote por todos para salvar sus arcas de la quiebra. Claro que las mentiras tienen las patas muy cortas.
La verdad, sobradamente contrastada a lo largo de la Historia, es que las sumas engrandecen mientras que las restas achican. De ahí que el mundo más desarrollado camine hacia la globalización, eliminando barreras físicas, culturales, políticas y burocráticas cuya supresión supone mayor movilidad para los ciudadanos, mejores oportunidades laborales, mercados a escala de los que se derivan precios más competitivos en una variedad de productos prácticamente ilimitada, creación de intereses comunes que reducen drásticamente el riesgo de confrontaciones bélicas, y un largo etcétera de ventajas para cualquier transeúnte dispuesto a recorrer ese mundo con la mente abierta al aprendizaje y blindada frente a los prejuicios.
ISABEL SAN SEBASTIÁN, ABC – 22/09/14