Vicente Vallés-El Confidencial

  • Será una buena noticia y un éxito histórico del presidente si, como él defiende, a consecuencia del indulto se instalan en Cataluña y en España la concordia y el reencuentro

Aprincipios de los años 70, el secretario de Estado norteamericano, Henry Kissinger, negociaba a cara de perro el final de la guerra de Vietnam con Le Duc Tho, representante de su enemigo comunista de Vietnam del Norte. Le Duc Tho tenía por costumbre iniciar cada mañana las reuniones con la misma frase dedicada a la parte americana: «Ustedes hagan un gran esfuerzo y nosotros haremos un gran esfuerzo». Pero un día hubo un matiz en la letanía: «Ustedes hagan un gran esfuerzo y nosotros haremos un esfuerzo». Kissinger se percató de que esta vez faltaba la palabra ‘gran’ y se lo hizo ver a su interlocutor. Le Duc Tho, con malvada inteligencia, espetó ante Kissinger: «Me alegra que lo haya notado; es porque ayer nosotros hicimos un gran esfuerzo y ustedes solo hicieron un esfuerzo; así, hoy invertiremos el procedimiento: ustedes harán un gran esfuerzo y nosotros solo haremos un esfuerzo». 

Si el Gobierno concede el indulto a los dirigentes independentistas condenados por el Tribunal Supremo, será un gran esfuerzo del Estado y de los españoles. Y será una buena noticia y un éxito histórico del presidente si, como él defiende, a consecuencia del indulto se instalan en Cataluña y en España la concordia y el reencuentro. Pero sería deseable que, como justa contraprestación, los independentistas nos ilustraran sobre cuál es el esfuerzo –ni siquiera grande– que ellos están dispuestos a realizar, más allá de sostener en el parlamento al Gobierno de Pedro Sánchez.

«La Constitución Española recoge en su espíritu tanto el castigo como la concordia. Hay un tiempo para el castigo y un tiempo para la concordia», ha dicho el presidente. Y el presidente tiene razón. Pero, si ha llegado el tiempo de la concordia y el reencuentro, habrá que convenir que esos conceptos son de doble dirección. Parafraseando al conocido aforismo, dos no se reencuentran ni se ‘concordian’ –permítase este absurdo neologismo– si uno no quiere. Siendo extraordinariamente generosos, ni siquiera sería exigible un arrepentimiento explícito de los delitos cometidos, ni una solicitud pública de disculpas, ni tampoco un compromiso expreso de no reincidir. 

¿Es mucho pedir que dejen de amenazar con que nos llevarán otra vez por el camino de la amargura? Esa reiterada amenaza hace que sea más difícil convencer a los españoles que estarían –estaríamos– dispuestos a aceptar la perturbadora, arriesgada y dolorosa decisión de perdonar las penas a quienes ni piden perdón ni quieren ser perdonados. Porque perdonar es bueno, pero pedir perdón también lo es. Y aún es mejor no insultar ni amenazar a quienes –con mucho esfuerzo y cargo de conciencia– se ofrecen a perdonarte, porque se podrían sentir humillados, tendrían la tentación de cambiar de criterio y quizá llegarían a la conclusión de que perdonar a quien desprecia tu perdón es apaciguamiento. Y la historia nos enseña que intentar apaciguar a quien no se deja es un error buenista con consecuencias fatales.

Desde los albores de nuestra democracia, todos los presidentes han otorgado dádivas a los nacionalistas a cambio de apoyo parlamentario y de mantener bajo control la pulsión separatista. Eso creían. Pero nunca tales dádivas fueron entendidas por quien las recibía como un motivo para estrechar la relación con España, sino como una muestra de debilidad del Estado. Cada competencia cedida a la Generalitat desde los años 80 ha servido no para frenar las ansias centrífugas del soberanismo, sino para exacerbar la sensación de que el Estado es débil y puede ser derrotado. Cada exigencia nacionalista ha ido acompañada de la amenaza de romper la baraja si no era concedida. Pero, cuando ya no quedaban muchas más dádivas que entregar o se consideraron insuficientes, la Generalitat planteó al Gobierno de Rajoy el dilema imposible: o me facilitas el camino hacia la independencia o la proclamo por mi cuenta. Y así lo hicieron en 2017. Cuando mayor fue el grado de autogobierno de Cataluña, más se alimentó la reivindicación del independentismo. 

Terminando el mes de mayo de 2021 y después de una semana de debate sobre los indultos, no hay señal alguna de que los independentistas consideran llegado el tiempo de la concordia y el reencuentro. El presidente del Gobierno opina lo contrario. En tal caso, concédanse los indultos para que la vuelta a casa de los dirigentes independentistas permita, como creen en la Moncloa, recuperar la mínima y frágil «normalidad» que los propios independentistas destruyeron. Pero hay que tener una fe rocosa –y naíf– para creer que eso solucionará el problema de fondo. Ni siquiera lo encauzará. Un indulto no da para tanto. Como mucho, lo ralentizará o lo aplazará, pero no lo eliminará. Y no olvidemos que aquella mínima y frágil ‘normalidad’ a la que se pretende volver ya consistía en el desafío continuo a la convivencia, a la ley, al estado de Derecho y a España.