ABC 26/11/12
Xavier Pericay
«Sólo cabe esperar que los resultados de anoche enfríen algo los ánimos de quienes parecen haber perdido, si no el juicio, sí toda sensatez. Muchísimos ciudadanos de Cataluña no desean otra cosa. Y, por supuesto, la gran, la inmensa mayoría de los españoles»
CUANDO uno lanza un órdago como el que lanzó Artur Mas el pasado mes de septiembre y lo fía todo a los resultados de unas elecciones autonómicas a las que ha conferido un carácter plebiscitario, corre el riesgo de que le salga el tiro por la culata. Y eso es lo que le pasó ayer al presidente de la Generalitat catalana. Aunque en un futuro siga insistiendo en la voluntad de convocar un referendo para tratar de separar a Cataluña del resto de España, el referendo, en realidad, se celebró ayer. O, cuando menos, en primera instancia. Y es evidente que el convocante lo perdió. No sólo CiU no alcanzó la mayoría absoluta, sino que además se dejó una docena de escaños en el camino. Casi nada. Unas elecciones sólo se anticipan cuando quien tiene esa potestad se encuentra privado de una mayoría parlamentaria para gobernar –cuando no le queda más remedio, en definitiva– o, al contrario, cuando nada le obliga a ello pero su seguridad en la victoria le permite creer que puede sacar del adelanto una buena tajada. Mas quiso dar a entender que se hallaba en el primero de los casos, pero enseguida empezó a comportarse como si estuviera en el segundo. Y, a medida que fueron venciendo los días, la propia sociedad catalana y gran parte de la española asumieron que en los comicios del 25 de noviembre el actual presidente de la Generalitat se jugaba mucho más que una mayoría simple o absoluta para gobernar.
Es verdad que el resto del voto independentista puede consolarle hasta cierto punto de ese traspié. Pero sólo hasta cierto punto. Entre ERC, que recupera sus registros de hace seis años, y la CUP, que obtiene por primera vez representación y ocupa el lugar de la Solidaritat per la In
dependència de los Laporta y López Tena –si bien con una propuesta izquierdista y antisistema–, el bloque partidario de realizar la consulta a cualquier precio experimenta incluso una pérdida de dos escaños. Sólo si se le añaden Iniciativa per Catalunya y la sopa de letras que la acompaña, partidaria también de la consulta aun cuando su soberanismo sea mucho más liviano, podría hablarse de un crecimiento mínimo. Sobra decir que para este viaje no hacían falta tantas alforjas. Ni tanto Moisés encabezando la travesía. Con independencia de cuál vaya a ser su reacción, los fracasos de esta magnitud sólo admiten una respuesta decente: la dimisión.
Pero las urnas arrojaron también otros datos de interés, al margen de los que atañen a Mas y a su empeño segregador. El más relevante, sin duda, es el hundimiento del socialismo catalán. Un hundimiento que viene de lejos, pues el PSC no levanta cabeza desde que puso su destino en manos del nacionalismo radical, hace ya nueve años, con el beneplácito entusiasta del entonces secretario general del PSOE y futuro presidente del Gobierno, José Luis Rodríguez Zapatero. Desde aquella fecha es un partido desnortado, víctima de sus pactos y de sus miedos, un partido al que van abandonando cada vez más dirigentes –algunos, como Ernest Maragall, han presentado ya su propio partido– y, lo que es peor para sus intereses, cada vez más ciudadanos. Por lo demás, ese hundimiento no puede disociarse en modo alguno del que afecta al partido hermano. Ni en las causas ni en los efectos. Después de los fracasos de Galicia y del País Vasco, los resultados de ayer en Cataluña ponen a la actual cúpula del PSOE en una situación delicadísima, de la que difícilmente va a salir con un ejercicio de supuesta autocrítica y una apelación a la unidad. A este paso, al socialismo español pronto le van a faltar las piezas necesarias para constituir un mínimo conjunto presentable.
El Partido Popular, por su parte, ha conservado su peso en la Cámara autonómica. Teniendo en cuenta el desgaste que siempre suele acarrear en tiempos de crisis el ser franquicia regional del partido que gobierna el Estado –y que ha adoptado, de grado o por fuerza, una serie de medidas manifiestamente impopulares–, su resultado es más que meritorio. Y lo es también, qué duda cabe, por haber sido el PP, durante la campaña, el blanco predilecto de los ataques de las dos fuerzas mayoritarias, esto es, de CiU, que no le perdona la presentación del recurso sobre el Estatuto al Tribunal Constitucional, y del PSC, emperrado en mantenerse equidistante con respecto a las dos formaciones de centro-derecha, al margen de cuál sea el asunto que haga al caso y al margen, pues, de los hechos y de la propia verdad.
Capítulo aparte merecen los resultados de Ciutadans. De cuantas formaciones aumentaron ayer su representación parlamentaria, la presidida por Albert Rivera es, porcentualmente, la que más creció. Su defensa acérrima de la ley y el orden y su denuncia de la corrupción, o, lo que es lo mismo, su rechazo inequívoco de cualquier componenda con el nacionalismo, han sido premiados con creces por los electores. La consolidación de Ciutadans como fuerza política regional –una consolidación análoga a la experimentada en los últimos tiempos por UPyD en el resto de España– constituye, sin duda alguna, una de las noticias de la jornada.
Una jornada en la que se ha configurado, no hace falta añadirlo, un nuevo paisaje. No sólo en el campo parlamentario, como acabamos de ver, sino también en el social. La aventura soberanista de Artur Mas ha lastimado quizá para siempre la convivencia entre catalanes, y entre catalanes y el resto de españoles. O sea, entre españoles. Al margen incluso de lo que vaya a depararnos el futuro inmediato, me temo que el desgarro ya no tiene remedio. No es sólo un problema de relaciones sociales; es algo que ha ido incluso más allá, puesto que resulta difícil hallar hoy en día en Cataluña familias donde no se hayan roto ya, a cualquier nivel y en mayor o menor grado, las costuras. Y lo mismo puede afirmarse de tantos lazos afectivos que traspasan la comunidad catalana y se extienden al conjunto de España.
Pero, al margen de lo anterior, ese nuevo escenario en el que nos va a tocar vivir y convivir de ahora en adelante en la medida de lo posible ha consagrado también una impostura de consecuencias impredecibles. En Cataluña la ley se está convirtiendo a marchas forzadas en un concepto accesorio, en un marco maleable al gusto del consumidor. Como nada es imposible para los apóstoles del Estado nuevo, la ley no impera, sino que uno se la salta cuando le conviene. Es lo que suele ocurrir allí donde la corrupción ha echado raíces, y este es el caso, por desgracia, de Cataluña. Sólo cabe esperar que los resultados de anoche enfríen algo los ánimos de quienes parecen haber perdido, si no el juicio, sí toda sensatez. Muchísimos ciudadanos de Cataluña no desean otra cosa. Y, por supuesto, la gran, la inmensa mayoría de los españoles.