- Un nuevo monumento bibliográfico ungió al Impostor Supremo. Estará en librería la semana que viene
Érase, hace algunos años, cierto muchachote guapo que fascinó a un sensible ministro pesoísta. Y fue fijarse en él, y fue la instantánea ascensión meteórica. Pero el chico carecía de créditos académicos dignos de semejante nombre. Era imprescindible dárselos, para hacer de él un noble aspirante a verdadero padre de la patria con pensión vitalicia del Estado: un «honorable», vamos. No fue difícil.
Nada como la letra impresa para hacer, de un gañán con dotes atléticas, un refinado intelectual empeñado en salvar al pobre pueblo de la diablería reaccionaria. Hecho, le dijeron sus protectores: a tu servicio tienes el equipo de estudios de todo un ministerio. No tendrás más que firmar lo que te pongan delante: el tribunal te será asignado a la medida, no hay problema. Asunto concluido. Serás alguien.
Lo primero, pues, una tesis doctoral. Suena de lo más mejor, suena de lo más solemne. Sobre todo, le suena así a la patulea analfabeta que puebla los parlamentos. Ser «doctor» se les antoja mérito más que suficiente para que el pueblo se arrodille ante su magnificencia. Y bese sus pies, si ello es posible. A quien haya pasado unos pocos años en la docencia universitaria española, eso de tomar un título de doctor como algo serio, puede generarle una carcajada loca. Pero a los iletrados autocomplacidos que pueblan la Carrera de San Jerónimo y sus despachos adyacentes, seguro que les parece lo más de lo más, de lo más, de lo más…, para justificar una vida a costa del erario público.
El ministro que puso al servicio del chico guapo a su equipo de asesores, para que le hicieran la memorable tesis, no se cortó ni un pelo en contar a todo el mundo la divertida estafa. Lo de la tesis de encargo lo sabía en el PSOE hasta el conserje de la calle Ferraz. ¿Y qué más da? ¿Qué es eso, al cabo, comparado con lo del GAL o Filesa, que hicieron sus predecesores? A fin de cuentas, que los «negros» de la tesis se limitaron a plagiar sin cuidarse siquiera de que no se notara demasiado, apenas si es un pecadillo comparado con el crimen y el robo de Estado de otros tiempos. Al lado de Barrionuevo y Vera, condenados por secuestro, y de su «ignoto» jefe, el Señor X , esto del doctor cum fraude era un juego de infantes.
La impostura llama a la impostura. Cazado el amasijo de plagios, al cual el tal doctor llamó «tesis», la arrogancia presidencial exigía el carisma de la imprenta. Y el centón ministerial se trocó en libro, al alcance de quien tuviera el capricho de reírse un rato. Los plagiarios no se creían la caradura de su contratista. Pero esa caradura era la que había de llevarlo a lo más alto.
Ya en eso más alto, procedía alzar un «Arco de Triunfo» a la medida del nuevo cónsul. ¿Qué mejor que un libro que aunase biografía providencial y doctrina salvífica, en verdadero manual de autoayuda para ambiciosos? No se podía –era evidente– contar con los viejos copistas que, con tanto descaro, se habían ido de la lengua entre risotadas, para estupor de la prensa nacional e indiferencia de partido y votantes. El Ser Supremo se buscó entonces a una chica culta, que redactase el libro que él firmaría. La encontró. Hizo con pulcritud su trabajo. Y fue recompensada. Sigue siéndolo.
A punto estuvo, el impostor, de ser descabalgado. Salvó milagrosamente el riesgo, arrodillándose a los pies de los peores delincuentes políticos que han habitado este país, al cual ellos proclaman inexistente. Procedía ahora restablecer los laureles literarios. La misma «negra» fue encargada de ello. Y un nuevo monumento bibliográfico ungió al Impostor Supremo. Estará en librería la semana que viene. No se lo pierdan, si quieren carcajearse un rato. Yo paso, que a mi edad tanta carcajada no es buena para la salud: ni moral ni física.
Habitamos, ciertamente, un muy país divertido. ¿Quién podría negar eso?