Michael Ignatieff-ABC

  • Lidiar con un embaucador implica entender a Shakespeare cuando dice que la locura tiene método

Donald Trump es lo que los antropólogos y estudiosos de las mitologías antiguas llamarían un ‘trickster’, es decir, un embaucador. Los embaucadores intimidan e inquietan. Tienen un instinto certero para detectar lo que irrita a sus oponentes y una habilidad especial para desequilibrarlos. Como maestro embaucador de la política global, el presidente electo juega sus cartas con entusiasmo. Llamar al primer ministro canadiense «gobernador Trudeau», referirse a su país como el estado 51 o sugerir que se necesita «presión» para someter a los canadienses en cuestiones de aranceles, comercio y seguridad fronteriza ha logrado claramente irritar a Canadá.

Mantener la calma no es fácil esta vez. Incluso el primer ministro más proestadounidense de la historia reciente, Stephen Harper, ha dicho que los comentarios de Trump no suenan como «las palabras de un amigo, un socio y un aliado». Trump está provocando a los aliados en todas partes mientras tiende la mano a Putin, Xi Jinping y Kim Jong Un, a quienes los canadienses y europeos siempre han considerado adversarios comunes. Canadá, al igual que Europa, ha hecho de su alianza con Estados Unidos la piedra angular no solo de su política exterior, sino también de su identidad. Pero cuando Trump analiza sus alianzas ve a un gigante estadounidense amarrado por pigmeos. Cuando asuma la presidencia –cree– el gigante deberá levantarse y sacudirse esas cadenas.

El presidente exige que sus aliados en Europa y América del Norte aumenten el gasto en defensa, no solo al 2 por ciento del PIB, sino al 5. Esa es una meta inalcanzable para cualquier gobierno canadiense y para la mayoría de los países europeos. Además de reajustar la relación de defensa con sus socios, Trump quiere usar los aranceles para someter aún más la economía norteamericana al control de Estados Unidos. Algunos observadores creen que el destino final es una integración continental completa y sin fronteras. Canadá, cuya población es una décima parte de la de su vecino, tiene un margen de negociación limitado cuando ese vecino amenaza con imponer aranceles del 25 por ciento a productos como el petróleo, el gas natural, los minerales, los recambios de los automóviles y el trigo, todo lo que Canadá exporta a Estados Unidos. Los canadienses han recurrido a algunas amenazas propias, pero usar las medidas más drásticas, como cortar las exportaciones de energía –hidroeléctrica de Quebec o petróleo del oeste–, podría perjudicar tanto a Canadá como a Estados Unidos, dada su dependencia del mercado energético estadounidense.

En 2019, el Gobierno canadiense descubrió que detrás de las fanfarronadas y el espectáculo del embaucador había un político dispuesto a llegar a un acuerdo y logró un pacto que preservó el comercio transfronterizo. En 2025, nadie puede estar seguro de que incluso un nuevo gobierno conservador, alineado ideológicamente con las posturas trumpistas, pueda lograr lo mismo. Un presidente embaucador mantiene a todos en vilo, y lidiar con un embaucador implica entender a Shakespeare cuando dice que la locura tiene método. ¿Podría haber una lógica, una ambición estratégica que conecte sus provocaciones a Dinamarca con su idea de comprar Groenlandia, a Canadá por la seguridad fronteriza y los aranceles, a México por la inmigración y a Panamá por el canal?

Trump quizá no esté reciclando los gritos de guerra yanquis del siglo XIX. Tal vez mire hacia el futuro, hacia un mundo donde el «orden internacional basado en reglas» ya no tenga autoridad y donde el poder sobre la economía global se haya dividido en tres zonas de influencia: los chinos en Asia Oriental, los rusos en Eurasia y los estadounidenses en una esfera exclusiva en el hemisferio occidental, que se extiende desde Groenlandia en el Ártico hasta Chile en el extremo sur de América Latina. «Hacer a América grande otra vez», en este sentido, implicaría extraer minerales estratégicos en Groenlandia, aviones de combate y equipos de vigilancia en la vieja base aérea de Thule; una economía norteamericana unificada impulsada por petróleo y gas canadienses, uranio y minerales críticos; un muro para mantener fuera a los latinoamericanos, mientras México funciona como una plataforma de mano de obra barata para los fabricantes estadounidenses; acceso privilegiado al canal de Panamá, excluyendo a China, y una versión trumpista de la doctrina Monroe, que defina a América del Norte y del Sur como la zona exclusiva de poder y protección de Estados Unidos.

Si esta es la forma de «hacer a América grande otra vez», Trump podría buscar como ‘quid pro quo’ aceptar las esferas de influencia rusa y china, y permitir que India oscile entre ambas. Aceptar estas esferas, siempre y cuando reconozcan la suya, le permitiría cortar el nudo gordiano que ha atado los intereses estratégicos de Estados Unidos con Europa y Asia. Nunca ha tenido paciencia con la visión liberal de la élite de Washington de que Estados Unidos debe proporcionar bienes públicos globales en un «orden internacional liberal basado en reglas». Si sus competidores estratégicos aceptan una esfera de influencia estadounidense en su propio hemisferio, ¿qué interés estratégico tendría Estados Unidos si China bloquea, invade y absorbe Taiwán?, ¿o si Rusia impone su control sobre Ucrania?, ¿o si Europa oriental, y luego Europa occidental, se convierte en un satélite de la esfera de influencia rusa?

Nadie puede decir, tal vez ni siquiera el presidente mismo, si este es el gran plan trumpista. Pero si resulta ser su estrategia general, haría a América «grande otra vez» reduciendo sus compromisos en el extranjero. Retoma viejas críticas aislacionistas que sostienen que Estados Unidos se ha expandido demasiado. Revisa doctrinas clave de defensa estadounidense que comprometen a la nación a guerras en dos frentes para defender a aliados distantes. Permitiría, al menos en teoría, recortes sustanciales al Estado y a su aparato de defensa. Responde a la demanda de un electorado republicano desencantado que exige concentrarse en los asuntos internos y recortar el poder del ‘Estado profundo’ que impulsó la expansión imperial estadounidense después de 1945. Focalizar el poder estadounidense en su propio hemisferio permitiría a Trump, en otras palabras, cuadrar muchos círculos: «hacer a América grande otra vez» reduciendo su huella imperial; reducir la carga fiscal sobre los ricos al recortar el aparato que requería un imperio global.

El mero hecho de que Groenlandia no quiera ser una colonia estadounidense, Canadá no quiera ser absorbida, Panamá no quiera devolver el canal, México quiera preservar su independencia y América Latina considere la doctrina Monroe sinónimo de imperialismo yanqui solo le dice al presidente entrante que tiene ante sí una batalla digna de ser librada. Las grandes causas siempre despiertan grandes resistencias. Eso es lo que las hace valiosas. La resistencia puede retrasar lo inevitable, incluso más allá de su presidencia, pero él puede poner la pelota en movimiento, y una vez que lo haga, sabremos cuál es el rumbo a seguir durante el resto del siglo.