IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Además de quedarse casi la mitad de nuestros ingresos, el Estado retiene otra parte en préstamo y la devuelve a interés cero

Quedan en España ciudadanos ingenuos que cuando Hacienda les devuelve dinero piensan, aunque sea de modo subconsciente, que ellos no pagan impuestos. La retención es uno de los grandes trucos psicológicos del sistema fiscal, que disfraza de regalo lo que en realidad es el rembolso de un crédito sin intereses del contribuyente al Estado. Por si no fuese suficiente con quedarse con una media del 40 por 100 de nuestros sueldos –entre IRPF, IVA y cotizaciones laborales–, Hacienda expropia cada mes una importante proporción de los ingresos que el sujeto podría rentabilizar en su propio provecho, y los reintegra tarde a rédito cero. De este modo, los asalariados funcionan como un banco sin derecho a obtener un solo euro de ganancias por su préstamo. Y encima, muchos reciben la restitución del capital con agradecimiento.

A la carga tributaria general, cuyo peso nota la mayoría en el período de declaración de renta, hay que sumar las tasas y gravámenes municipales, autonómicos, de seguros, actos jurídicos y toda la trama que asfixia la actividad del día a día. No hay Gobierno, sea cual sea su ideología –imposible olvidar el hachazo marianista–, que resista la tentación de implementar nuevas medidas impositivas, pero el de Sánchez ha batido el récord de voracidad bulímica. Desde 2018 se han creado o incrementado hasta 69 figuras tributarias, según el ‘Impuestómetro’ del Instituto Juan de Mariana. Los partidarios del Estado exactivo suelen recordar que España no está entre los países europeos con fiscalidad más alta, y no mienten pero desprecian el concepto de esfuerzo fiscal, que mide la relación entre presión global y PIB per cápita. Y en ese indicador vamos muy por delante, un 18 por ciento más que la media comunitaria. Con el agravante de que dos de cada tres euros de nueva recaudación recaen sobre las economías familiares, entre otras razones por la negativa gubernamental a deflactar el impacto de una inflación galopante que le permite quedarse con otra parte sustancial de las subidas de las pensiones y de las mejoras salariales.

Todo eso sería más sobrellevable si la eficiencia de los servicios públicos –una transferencia indirecta de renta– y las inversiones productivas aumentasen en proporción al sablazo. No es ésa la sensación general a pesar de las continuas subidas del gasto. Lo que la ciudadanía percibe es un abultamiento clientelar, una multiplicación subvencional, una elefantiasis de cargos, una planta administrativa cada vez mayor, una deuda disparada, una caprichosa intensificación del despilfarro. Y la misma corrupción de siempre, sólo que cambiada de bando. No hay un solo problema estructural que se haya solucionado, o aliviado siquiera, con esta escalada letal para las clases medias. Y la única certeza es que el año que viene habrá otra vuelta de tuerca porque las fauces del Leviatán recaudador nunca se cierran.