La Iglesia en Euskadi, tan alineada hasta ahora con la tradición nacionalista, difícilmente ha sido valorada por sus gestos religiosos. Que los nuevos aires lleguen incluso a la jerarquía eclesiástica, lleva a Egibar a creer en la vinculación íntima de todas las renovaciones. Y que si la iglesia vasca no es nacionalista corre el peligro del desarraigo.
En Euskadi se vive todo con tintes tan políticamente partidarios que ni buena parte de las esquelas publicadas pertenecen sólo a la familia; ni la Iglesia, como tantos otros sectores, puede prescindir del sambenito del apellido. Se nos van los seres queridos y en las reseñas mortuorias publicadas figuran, en muchas ocasiones, las siglas de su militancia. En el País Vasco no se imparte Justicia a secas y con mayúsculas (como puede ocurrir en otras comunidades autónomas). Aquí no. En Euskadi, donde la Justicia o es «vasca» o no lo es, la Iglesia tan alineada con la tradición nacionalista, difícilmente es valorada por sus gestos religiosos.
No se le concede importancia al gesto de un obispo como José Ignacio Munilla que aprovechó una audiencia con el Papa para trasladarle la carta de una ciudadana enferma de cáncer. O que auxiliara a las víctimas de una explosión de gas. O que acogiera en su vivienda a toxicómanos con el síndrome de abstinencia. Nada de eso importa a los políticos nacionalistas vascos, tan acostumbrados a utilizar el rasero para medir el grado de afinidad de la jerarquía eclesiástica con su causa identitaria. Si son afines, se trata de prelados «comprometidos». Si no es así, les espera un campo lleno de obstáculos. Los obispos Setién y Uriarte han gozado de la bendición de la mayoría nacionalista durante todos estos años, aunque la personalidad de ambos merece cierta distinción de matices.
Con el segundo, algunos periodistas pudimos verlo en las manifestaciones multitudinarias contra la fracasada Ley de Armonización (LOAPA) y es de justicia reconocer que su actitud de cercanía facilitó que fuera designado, a instancias de un dirigente del PP, para hacer labor de mediación en la entrevista que mantuvieron los enviados del Gobierno de Aznar con ETA. De Setién, las víctimas del terrorismo podrían llenar los archivos de una hemeroteca con los episodios de desencuentros que vivieron cuando el obispo guipuzcoano las trató con altivez y desdén. No sólo guardan en su memoria la oposición a celebrar funerales por sus familiares asesinados por ETA, con tanto derecho a la asistencia religiosa como cualquier otro feligrés de la diócesis, sino que la imagen del obispo pasando con indiferencia por delante de la manifestación de los allegados al empresario Aldaya, secuestrado por la banda terrorista, permanece en sus retinas como una pesadilla recurrente.
Cuando llegó el obispo de Bilbao a hacerse cargo de la diócesis, experimentó en propias carnes el recibimiento displicente y desdeñoso de Arzalluz que le acogió con tal mala gana que se refirió a él como «un tal Blázquez» para situarle en la categoría del que viene de fuera. Y el experimento funcionó. Mano de santo, y nunca mejor dicho. Porque el prelado evitó terciar en política y, hábilmente, sorteó los pronunciamientos que pudieran herir los intereses del PNV, sobre todo cuando los atentados de ETA dejaban en evidencia la falta de implicación de los nacionalistas con las víctimas, y no hubo mayores problemas entre el obispado de Bilbao y los gobernantes del PNV.
Ahora quien dirige el partido mayoritario es Urkullu y ya dijo la pasada semana que prefería que su partido no opinara sobre Munilla antes de hora. Una actitud hábil la de recomendar que no se prejuzgue a una autoridad eclesiástica que todavía no ha empezado a ejercer. Pero como la guerra santa de su partido va, como las procesiones, por dentro, en Guipúzcoa se ignoró la recomendación de la máxima autoridad de los jelkides. Y les faltó tiempo para lanzar la batería de valoraciones de dos en dos.
El diputado general Markel Olano, al que no se le ha oído ninguna nota discordante «como cristiano» ante la actitud de su partido favorable a la reforma de la Ley del Aborto, se ha mostrado muy preocupado «como cristiano» por la llegada del nuevo obispo. De Munilla no se puede decir que es «un tal» porque se trata de un donostiarra, ex párroco de Zumarraga durante muchos años y euskaldun. Pero tiene una pega. Que se le considera muy conservador. Eso dicen en el PNV que se rebelan contra este prelado no en su condición de «progresistas», precisamente, sino como nacionalistas.
A Egibar le preocupa lo mismo. Que el cambio llegue a Ajuria Enea lo va asimilando poco a poco. Pero que los nuevos aires vayan llegando, incluso, a la jerarquía eclesiástica, le provoca tal desazón que le lleva a simplificar el panorama creyendo que todas las renovaciones están íntimamente relacionadas. Y que si la iglesia (vasca por supuesto) no es nacionalista corre el peligro del desarraigo. Algunos nacionalistas nostálgicos tienen la secreta esperanza de revivir con Munilla -pero en sentido contrario- el ‘caso Añoveros’ de los albores de la Transición y ganarle una batalla al Vaticano sin percatarse de que la famosa pastoral defendiendo la identidad cultural y lingüística del País Vasco que le costó al entonces obispo de Bilbao un intento de expulsión la suscribe hoy la Iglesia en su conjunto y, por supuesto, el nuevo obispo de San Sebastián.
En plena democracia es un retroceso, por su connotación de interferencia desde la sociedad civil en la Iglesia, que un obispo deba exhibir un cierto pedigrí nacionalista para identificarse con sus feligreses y éstos con él. A no ser que el otrora partido democristiano y «vaticanista» entienda todavía que «arraigar» en Euskadi pasa por hacer la genuflexión ante EAJ-PNV.
Tonia Etxarri, EL CORREO, 23/11/2009