LIBERTAD DIGITAL 02/06/16
CRISTINA LOSADA
Con Podemos nunca sabemos, perdón por la rima. No sabíamos antes del 20-D que el día después su dirigente iba a salir diciendo que lo primero que había que hacer en España, o poco menos, era celebrar un referéndum de autodeterminación en Cataluña. Bueno, allí y en cualquier otro lugar donde la gente quisiera hacerlo. Cierto que no había ocultado la dirección de Podemos que estaba a favor de tales referéndums, pero una cosa es estar a favor y otra, elevarlos a asunto prioritario. Tanto, que lo pusieron como condición sine qua non para acuerdos y pactos con otros partidos. ¿Sorprendente?
Lo curioso fue que Podemos resucitara el derecho a decidir, la consulta y, en suma, la estrategia del nacionalismo separatista, justo cuando había quedado en un impasse. La enorme movilización alentada por Artur Mas para reclamar la consulta llegó a su pico en el simulacro del 9 de noviembre de 2014, pero ya asomó ahí un punto débil, que luego mostraron con mayor claridad las autonómicas del 27 de septiembre de 2015. Las convocaron como un plebiscito y, como plebiscito, lo perdieron: mayoría separatista en el parlamento, sí, pero no en el voto. Después, los convergentes tuvieron que asociarse a la CUP para formar gobierno y prescindir de Mas, y finalmente, en las generales de diciembre pasado, obtuvieron el peor resultado de su historia.
La debacle del que fue partido hegemónico en Cataluña se ratificará, si los sondeos no fallan demasiado, el 26 de junio. Será la fórmula catalana de Podemos quien se lleve la mayoría de los escaños, seguida por Esquerra. En consecuencia, será Podemos, en su conjunto, quien tendrá en su mano retomar y salvar la estrategia que lideraron los convergentes. Y yo tengo pocas dudas al respecto: lo hará. Volverá a plantear el referéndum de autodeterminación como una cuestión prioritaria. No sólo por la presión que ejercen las llamadas confluencias, las coaliciones electorales que ha forjado aquí y allá, y que tienen un fuerte componente nacionalista. Ni sólo porque Podemos, como la mayoría de la extrema izquierda de la que proceden sus fundadores, comparte el relato del nacionalismo periférico sobre España como cárcel de pueblos.
Todo eso influye, pero hay más: los referéndums les gustan. Los ven como el instrumento que hace realidad la democracia directa. «Que decida la gente», suelen decir, para contraponerlo a la democracia representativa, que consideran una forma bastarda de democracia porque en ella «deciden los políticos». En realidad, todos los populistas son muy amigos de convocar referéndums. No para ratificar o rechazar los acuerdos alcanzados por los representantes políticos, que es para lo que se convocan en la mayoría de las democracias, sino para resolver cuestiones políticas. En lugar de la deliberación parlamentaria y la negociación entre partidos, prefieren el sí-no del referéndum, que polariza a la sociedad entre partidarios y contrarios. En vez de la democracia consensual, prefieren la tiranía de la mayoría: todo para el ganador, nada para el perdedor.
El referéndum como fórmula para resolver problemas políticos genera un medio ambiente propicio para que los populistas se crezcan, avancen y arrinconen el sistema de gobierno basado en el compromiso entre los distintos. De ahí que para un partido como Podemos, que cuando dice que quiere cambiar el sistema no lo dice en balde, sea una herramienta idónea.