El hispanista, el catalanista

El MUNDO 03/04/17
CAYETANA ÁLVAREZ DE TOLEDO

La plaza del monasterio de Poblet está desierta. El hispanista John H. Elliott, 86 años, premio príncipe de Asturias, se dirige lentamente hacia la muralla construida hace seis siglos por Pedro IV el Ceremonioso. A su derecha hay unas ruinas góticas cubiertas de hiedra y flores amarillas. Y a lo alto, entre viejas viñas recién brotadas, el palacio renacentista que hoy acoge el Archivo Tarradellas. Elliott espera unos minutos junto a la Puerta Real. «Por aquí, profesor. Ya llega el abad». Se sientan frente a frente en una sala junto al antiguo refectorio de los hermanos conversos. El abad, Octavi Vilá, 56 años, licenciado en Historia, gran crucifijo de madera en el pecho, dispara sin preámbulos:

—¿Ve paralelismos entre la situación actual y la revuelta catalana de 1640?

—Sí, sí, muchos… Sobre todo la profunda división de la sociedad catalana.

—Ah, pero… ¿ve también nuevos conde-duques de Olivares?

—Humm…

—Bueno, a ver qué hacen esta vez los franceses.

El abad reconoce que tiene una relación especial con el presidente Puigdemont, que de joven pasó veranos en el monasterio, y con el vicepresidente Junqueras, católico practicante y huésped habitual de la vecina residencia de las salesianas. En una reciente entrevista en el diario Ara, Vilá dijo que la comunidad de monjes de Poblet es «plural y no adoptamos un posicionamiento concreto». Pero añadió: «Nuestro referente es el documento Las raíces cristianas de Cataluña, elaborado por los obispos catalanes, en el que se pide respeto por la identidad cultural y lingüística del país, y que sea el propio país el que pueda decidir qué tipo de estructura política ha de tener. Oficialmente no tomamos partido, pero la opción debería ser la que la mayoría de la población decida». El derecho a decidir de los demás españoles debe de ser idolatría constitucional. En el refectorio cuelgan fotografías de la restitución de Poblet a los monjes del Císter en 1940, un siglo después de la desamortización de Mendizábal. No está, en cambio, la de Franco entrando en el monasterio bajo palio para devolver a sus sepulcros los restos de Jaime I el Conquistador y de otros condes de Barcelona y reyes de Aragón.

La víspera de su visita a Poblet, Elliott está en Barcelona. «Los historiadores tenemos la obligación de luchar contra la manipulación del pasado al servicio de causas políticas». El profesor se dirige a una veintena de expertos y profesionales convocados por el diario Expansión en el hotel Gran Marina para debatir sobre el presente y el futuro de Cataluña. Acaba de entregar a sus editores de Yale University Press más de 600 páginas de historia comparada entre Cataluña y Escocia. El libro se publicará en 2018 y generará polémica. Las semejanzas en las peripecias de ambos territorios, que son notables, pueden nublar las diferencias, que son decisivas. Elliott lo sabe. «Cuando me hizo entrega de la Creu de Sant Jordi, Jordi Pujol citó mi Revuelta de los catalanes de forma selectiva: sólo aquello que convenía a su relato. Es típico de los políticos». Eso fue en 1999, en pleno idilio nacionalista con Aznar. Ahora la manipulación histórica no sirve sólo al victimismo sino también a la secesión. Escocia quiere celebrar un segundo referéndum por la independencia y cuenta con la simpatía de muchos europeos indignados con el Brexit. Cualquier paralelismo de Cataluña con Escocia lleva, por tanto, adosada una carga explosiva. Y Elliott traza muchos, mientras hilvana episodios de la historia con balenciaga elegancia. En 50 minutos resume cinco siglos de historia. Explica que, a diferencia de Escocia, «Cataluña nunca fue un reino o un país independiente; siempre formó parte de una entidad política superior». Pero que, a partir de la llegada del escocés Jaime I al trono inglés, ambos territorios asumen un papel parecido: actor secundario de una monarquía compuesta, dominada en un caso por Castilla y en el otro por Inglaterra. Cuenta cómo ambos territorios acumulan agravios, en gran medida imaginarios, que desembocan en revueltas en el año 1640. Cómo el fracaso de esas rebeliones genera la misma combinación de orgullo herido y victimismo. Cómo a principios del siglo XVIII Escocia y Cataluña vuelven a protagonizar dos crisis paralelas, en las que pierden sus respectivas instituciones. Pero cómo esta vez las consecuencias son distintas por la distinta naturaleza de la unión resultante: el Tratado de 1707 funda un reino unido, parlamentario y contractual; la victoria de los Borbones en 1714 hace de España una monarquía centralizada y absolutista. Luego llega el siglo XIX, tan económicamente fértil para los británicos y tan políticamente devastador para los españoles. Las semejanzas vuelven con la Renaixença y el Revivalism. Y las diferencias, con el siglo XX: británicos luchan juntos por la democracia; españoles se matan entre sí por la dictadura. El relato acaba hoy. Es decir, en una cruda paradoja: nunca Cataluña había tenido más libertad y prosperidad que con la Constitución de 1978. Pocas veces Escocia había tenido más margen de maniobra que con el Home Rule. Sin embargo, los gobiernos de ambos territorios promueven la secesión.

«Sir John, ¿no será que las semejanzas entre Cataluña y Escocia son las de cualquier nacionalismo y que el nacionalismo es insaciable?» Maybe. El punto de partida de Elliott es que Cataluña y Escocia son dos naciones sin Estado. Utiliza el concepto de nación de forma ingenua, sin connotaciones jurídicas ni pretensiones teleológicas. Para él la nación es «una comunidad política imaginada», definición que toma prestada de Benedict Anderson. Cuando se le pregunta si España es una nación contesta que sí, que lo es desde los Reyes Católicos y sobre todo desde los Borbones. ¡Y desde Cádiz y desde el 78, claro! Y cuando se le pregunta cómo llamaríamos a España sin Cataluña, medita: «Hasta el siglo XVIII se hablaba de Las Españas…» ¿Pero hoy? No hay una España sin Cataluña como podría haber un Reino Unido sin Escocia. Lo dijo en su día Maragall con media sonrisa: «Habrá que inventar un nombre para la selección nacional de fútbol del resto de España». ¿Expaña? Elliott asume sus contradicciones con los ojos abiertos y una saludable pasión por el matiz. Denuncia la política educativa engañosa y disolvente de Pujol. Insiste en el concepto de doble patriotismo reivindicado por Antonio de Capmany: «Mi patria es Cataluña y mi nación es España». Destaca que el separatismo nunca ha sido hegemónico entre los catalanes: «ni en 1640, ni en 1714, ni ahora». Y a la vez comparte con Miguel Herrero la idea de que la Constitución debería reformarse para volver al modelo de los Austrias. Cataluña, País Vasco, Galicia… ¿Y qué hacemos con Andalucía? «Es un problema, sí». En el coloquio, el historiador vasco Jon Arrieta, su amigo, evoca al socialista Ernest Lluch: estudioso y admirador del modelo austracista, escribió que el sistema autonómico del 78 «es más parecido a lo que vertebró la España de los Austrias que el orden vigente entre Felipe V y Alfonso XIII». Por eso defendió la Constitución. Hasta que ETA lo mató.

Elliott arrastra la simpatía por el pueblo oprimido que adquirió a su llegada a Barcelona en octubre de 1953, cuando a una pregunta en su esforzado catalán un policía le contestó: «¡Hable la lengua del imperio!» El imperio ha cambiado de manos. Hoy en Cataluña no se puede estudiar en la lengua oficial del Estado. Pero Elliott es posibilista y admira la flexibilidad. No quiere perder la esperanza. Quiere creer que los independentistas serán razonables. Hasta que, de pronto, tropieza con la realidad.

Alfred Bosch, portavoz de Esquerra Republicana de Cataluña, espera pletórico a su ilustre invitado a las puertas del Ayuntamiento de Barcelona. Él también es historiador y habla un inglés perfecto. Paso a paso —el soberbio Salón de Ciento, los lúgubres murales de Sert, la delicada marquetería del Consulado del Mar…— va contándole a Elliott la historia del edificio y de la ciudad. En eso aparecen la alcaldesa Colau y el concejal Collboni. Juntos, contra un fondo gótico, parecen una versión Giovannini del maravilloso matrimonio Arnolfini de Van Eyck. Bosch hace bromas sobre su obsesión anti-borbónica y le pide a Elliott una foto en el balcón: ¡Todos somos Companys! La evocación del mito vincula el pasado con el presente y Bosch se destapa: «Habrá referéndum de independencia sí o sí»; «no hay legalidad constitucional que valga»; «somos una nación y tenemos derecho a decidir». Elliott escucha con estupor. Al día siguiente, de camino a Poblet, lo reconoce: «Da miedo. No hay salida».

Después de visitar el monasterio —qué belleza el claustro y qué espanto el nuevo suelo del refectorio—, el profesor Elliott sube la pequeña cuesta hasta el Archivo de Tarradellas. Allí le espera su nueva directora, un derroche de juventud y entusiasmo llamado Núria Gavarró: «Como el presidente Mas, pero no somos familia». Le enseña a Elliott la nueva biblioteca donada por su colega Paul Preston; una colección de carteles originales de la Guerra Civil; la senyera que envolvía la urna con el corazón embalsamado de Maciá —el paquete patriótico-macabro partió con Tarradellas al exilio—; y el archivo propiamente dicho. «Tenemos 62 fondos. Hasta de Juan Antonio Samaranch, que nos ayuda a tener otra visión… Ehh…Cómo lo explico…» ¿La de un benefactor del monasterio? ¿La del padre de Barcelona 92? Ah, no, la de un facha. En una de las salas, sobre una estantería cargada de ficheros, destaca un documento. Tiene el membrete del Ministerio del Interior y está dirigido al presidente de la Generalidad. Son los resultados del referéndum constitucional de 1978: Sí en Cataluña: 90,44%. Sí en España: 87,79%. Tarradellas lo enmarcó.

La señorita Gavarró lleva pantalones en vez de la pulcra falda que exigía Tarradellas, y es muy eficaz.

—Supongo que tienen ustedes las cartas de Tarradellas a Pujol.

—Sí, pero durante mucho tiempo no se incluyeron en el catálogo del archivo. Para no darles publicidad. Ya sabe, Tarradellas fue muy crítico con Pujol y era mejor no…

—¿De verdad? Qué interesante… ¿Y podríamos ver el original de la carta que envió al director de La Vanguardia, Horacio Sáenz Guerrero?

—Si está, por supuesto.

—¿Y llevarnos una copia?

—¡También!

—Qué amable. Muchas gracias.

La carta son 16 folios cuidadosamente dictados por Tarradellas a su secretaria, Montserrat Catalán. Está fechada en Barcelona el 4 de abril de 1981 y es una brillante impugnación del proyecto nacionalista de Pujol. Elliott la lee en el coche de regreso a Barcelona. «¡Es fascinante! Habría que difundirla. ¿Te parece que La Vanguardia estaría dispuesta a volver a publicarla entera? ¿Ah, no? Qué pena… ¡Pero si es profética!»

Un historiador no pierde nunca la capacidad de asombro. Han pasado 67 años desde que John H. Elliott pisó España por primera vez. Lo hizo con un grupo de compañeros de la Universidad de Cambridge, con los que recorrió la península en un destartalado furgón militar. Dormían en pensiones o entre olivos bajo las estrellas. Le impresionó la pobreza de la gente, pero también su sentido de la dignidad. Y la belleza de las ciudades y catedrales. Y Velázquez. Decidió dedicar su vida a la historia española y así lo ha hecho, de forma generosa, obsesiva, implacable. Sacó del rincón de los diferentes a la vieja monarquía compuesta, puso en valor su imperio de ultramar y demostró que no estaba condenada al fracaso. Ahora, cuando mira a su alrededor, lo que le conmueve es el progreso. Desde la ventana del coche, Elliott ve desfilar la cresta de Montserrat y luego el deslumbrante perfil de Barcelona. Las masas de turistas. Las vías del AVE. La torre de Jean Nouvel. Los restaurantes de diseño. Las tiendas abarrotadas. Los carteles, todos, en catalán. Elliott recuerda su encuentro con Josep Pla y Jaume Vicens Vives en la playa de Roses: el sol es tibio y en lontananza va pasando el mar, verde y azul, poblado de formas imprecisas. «Quizá más que una reforma constitucional lo que necesita este país es una cura de autoestima». La cura de autoestima del nacionalismo es el independentismo. El de la nación cívica, la verdad y la ley.