IGNACIO CAMACHO-ABC
La sangre simbólica de las víctimas caídas en nuestro nombre convierte los crímenes de ETA en delito de lesa humanidad
«PATRIA» es, además de una novela formidable, un decisivo ejercicio de introspección en la conciencia enferma de un pueblo con el mecanismo moral averiado. Un libro que debería servir de texto escolar en una sociedad lo bastante normalizada para enfrentarse a los demonios de su pasado inmediato. Sin embargo, para constituir el retrato completo del terrorismo etarra, a pesar de su generosa extensión, le falta algo. ETA fue, es todavía, bastante más que ese sórdido conflicto de odio tribal tan dolorosa y eficazmente narrado. El lector de «Patria» entiende a la perfección la opresiva atmósfera de cerrazón mental que convirtió la vida cotidiana de muchas localidades de Euskadi en un desierto de inhumanidad, en un páramo de sentimientos insanos; pero su relato empieza y acaba ahí, en el interior de ese ambiente cavernoso sometido a la tensión de un encono endogámico. Y con eso sólo no basta para comprender la tragedia del terror que zarandeó a toda España en nombre de un designio político desquiciado. El desafío de ETA a la convivencia democrática del país en su conjunto, la venenosa «socialización del sufrimiento», no se explica sólo desde la perspectiva interna del claustrofóbico micromundo vasco.
Ahí está el germen, el primario tumor letal del crimen, pero el bisturí literario de Aramburu ha dejado la metástasis deliberadamente fuera de su alcance para centrarse en el origen de la violencia. Lo que queda por contar es la etapa en que el delirio supremacista se desparramó fuera de la tierra sagrada del nacionalismo para extenderse a la nación entera. El por qué de la macabra estrategia que dejó huérfanos a los hijos de Jiménez Becerril, que acribilló en su despacho madrileño a Tomás y Valiente o remató entre unos coches aparcados en Málaga al concejal Martín Carpena. El plan global de intimidación que amenazó al Estado sobre los cadáveres de Ernest Lluch o de Manuel Broseta. El sentido de la «sangre simbólica» con que el semiólogo Aranzadi define el intento de victimar socialmente a una comunidad; la razón profunda y verdadera del sacrificio de militares, jueces, guardias, empresarios o periodistas que convirtió a una democracia en rehén de una alucinación siniestra.
Sólo en Andalucía, una de las regiones más castigadas junto con Madrid y el propio País Vasco, ETA cometió diecinueve asesinatos; sin contar los casi doscientos andaluces que murieron en el Norte por vestir un uniforme del Estado. El mapa del horror, levantado por el esfuerzo memorial de las víctimas, define con precisión geográfica un proyecto genocida, totalitario. El terrorismo no mató por placer, ni por psicopatía, ni sólo —aunque también— por un odio personalizado; sus 853 muertos cayeron en nuestro nombre, en el nombre de todos, y por eso los crímenes no pueden ser perdonados. Porque se trata de un delito imprescriptible de lesa humanidad: un holocausto.