José Antonio Gómez Marín-Vozpópuli

  • Crear al hombre o recomponerlo constituye una constante en la imaginación humana

Quizá para aliviar la abrumadora tormenta política que nos entretiene esta temporada, andan los “medios” propagando, una tras otra, noticias fascinantes. Que si ya ha nacido el hombre que ha de vivir mil años, dice un alucinado. Que si el “dodo”, esa ave extinta de las islas Mauricio cuando los desconsiderados cerdos le comieron los huevos (con perdón), va a resucitar cualquier día de estos encastillada en el ADN colombino. Que si estamos a pique de un repique para conseguir el injerto en un indefenso paciente de un cerebro ajeno… Parece inevitable que la realidad fantástica acabe superando incluso el mito de ese hombre biónico que eludiría la muerte asistido por la tecnología rampante para sustituirlo por la pamema de una vida garantizada por los trasplantes.

Es verdad que lo que llevamos visto y comprobado bastaría para explicar ese desbarre que, iniciado por el famoso doctor Bernard –el amigo del yernísimo marqués de Villaverde, su frustrado imitador— cuando logró trasplantar un corazón humano, continuó avanzando hasta normalizar técnicas capaces de sustituir el hígado o el pulmón o los riñones originarios por los de “donantes” generosos o incluso de cadáveres. Luego el asombro no ha dejado de acompañar éxitos tan increíbles hasta antier por la mañana como son los implantes de miembros –manos, pies o partes de la córnea— por no hablar de las prodigiosas sustituciones de órganos tan delicados y teóricamente intransferibles como el pene que desde hace un decenio se practica –ni que decir tiene a que un precio prohibitivo– en los quirófanos de Sudáfrica.

Un feliz presentimiento

Cómo iba a imaginar Jacobo de la Vorágine esta milagrería cuando atribuyó a Cosme y Damián el milagro que suponía sustituir la pierna blanca de un sacristán por la negra de lo que desconsideradamente él llamaba un “moro”. Fue sin duda un feliz presentimiento el que, entre Byron Shelley, tal vez alumbrados por la magia nocturna del lago de Ginebra, sugirieron a la mujer de este último para crear al legendario Frankenstein. Y no era nueva esta invención si recordamos ese “Golem” que Meyrink no hizo más que recoger de una antiquísima tradición hebrea que hundía sus raíces en el propio Génesis.

Crear al hombre o recomponerlo constituye una constante en la imaginación humana, pero eso es algo por completo diferente de estos logros tecnológicos con que la medicina nos sorprende cada dos por tres. ¿O no parece obvio que el trasplante de un cerebro ajeno –el de una cabeza ya se experimentó con éxito en animales— daría paso sin remedio en el recipiendario a un ser distinto del que era que habría de vivir en adelante una identidad impropia? Nada menos que Taton aconsejaba con energía al científico avanzar sin miedo, pero también evitando la temeridad que supone inevitablemente la tentación demiúrgica, porque una cosa –y sumamente meritoria– es clonar una oveja o injertar en un paciente un órgano vital, y otra muy distinta la presunción goethiana de materializar lo evanescente.

Hoy día puede ser posible hasta cambiar de cara —me parece que ya lo hizo el Dioni, aparte de que en la vida política lo comprobamos un día sí y otro también— pero no parece posible construir la identidad que a cada uno nos constituye y que, en buena medida, no es sino el producto de la experiencia vital. Un hombre es un “sí mismo” incluso si lo ignora y, en consecuencia, un ser intransferible, se pongan como se pongan los científicos, por mucho que se alegue la condición física y química que nos constituye. Lo demás no es sino la inveterada ilusión del milagro laico, el fáustico volatín del buscador que camina adelantado a sus propios pasos. Tanto del que anuncia el milenio de vida a los mortales como del que pretende engatusarlos con la osada promesa de un cerebro de repuesto.

Si los medios dosificaran esos excesivos entusiasmos no harían nada del otro mundo sino contribuir a la serena expectativa de vida a la que tiene derecho el hombre medio que ignora los límites de la ciencia y, por supuesto, la malicia disfrazada de certeza. No se trataría tanto de recomendar la lectura de Las mentiras de la ciencia –la insolente pero debeladora obra de Federico di Trocchio— como de evocar las sugerencias que Francis Crick, el descubridor de ADN, dejó claras en La búsqueda científica del alma. Ni san Buenaventura ni Heidegger. Creo que bastaría con mantener incólume el sentido común.