Kepa Aulestia-El Correo

José Antonio Ardanza no estaba destinado a ser lehendakari. Pero la crisis del PNV en 1985 hizo que el exalcalde de Arrasate-Mondragón y luego diputado general de Gipuzkoa, pasase de una posición secundaria en la lista de las autonómicas a vivir en Ajuria-Enea. Las crisis en los partidos lo desbaratan todo. Ardanza fue el depositario del capital institucional que le quedó al PNV tras la salida forzada de Carlos Garaikoetxea. El hacedor último de la fórmula de coalición con los socialistas vascos, que permitiría a los jeltzales reponerse del trauma causado por aquella escisión. A medida que se asentaba en la Lehendakaritza, José Antonio Ardanza fue adquiriendo una personalidad propia dentro del PNV.

Ahora que la desconfianza hacia los demás se presenta como una de las virtudes del político exitoso, el recuerdo de Ardanza destaca al hombre confiado también a la hora de hacer política. Era suficiente intercambiar unas palabras con él para percatarse de que su mirada franca y directa no guardaba recelo alguno hacia el interlocutor. Se negaba a ver en éste segundas y terceras intenciones. Escuchaba lo que se le decía con la atención de un profesional aplicado. Y participaba de la conversación con enorme generosidad, y sin afán alguno de apabullar a los demás desde la atalaya que le brindaba estar al frente del autogobierno vasco. Exceptuando si acaso los preámbulos a los que tan aficionado era. Ahora que la prudencia se asimila impropiamente a la suspicacia, Ardanza fue siempre un prudente confiado.

Confió en aquellos que, tras descabalgar a Garaikoetxea, optaron por quedarse bajo las siglas PNV. Confió en Xabier Arzalluz, y seguiría confiando en él hasta que comprendió que el presidente del EBB esperaba su retirada de Ajuria Enea. Tuvo el acierto de confiar en la sabiduría y el agudo juicio de José Luis Zubizarreta, su consejero de por vida. Confió en cuantos aliados de otras siglas encontró durante su etapa de lehendakari. Empezando por quienes formaron parte de sus gobiernos, incluidos los de Eusko Alkartasuna casi hasta que ya no pudo ser. Fue ese carácter de hombre confiado lo que le procuró un criterio propio en materias tan sensibles -y tan poco trabajadas hasta aquellos días- como el de la pacificación. Porque llegó a confiar incluso en el consenso, más allá de la letra del Pacto de Ajuria-Enea. Esperando que la definición de la violencia como muestra extrema de la intolerancia hiciera retractarse a la izquierda abertzale.

La desconfianza sistemática, obsesiva, no lleva a ninguna parte. Claro que la confianza tampoco lo puede todo. Desde el restablecimiento de la democracia, ningún lehendakari jeltzale ha sobrevivido a la bicefalia que encumbra al partido por encima de la institución. Ni Garaikoetxea, ni Ibarretxe, ni Urkullu. Tampoco pudo hacerlo Ardanza. La institución confiere, indefectiblemente, un criterio propio a quien la preside. El lehendakari llega a confiar en aquello en lo que cree. El partido lo asume así mientras considera que le conviene o que no le perjudica. Pero no admite acabar subsumido en una política dictada siquiera ocasionalmente al margen de él. Ardanza llegó a confiar en sí mismo. Sólo que un día compartió sensaciones de cansancio con Arzalluz, y éste no necesitó más.