IGNACIO CAMACHO – ABC – 31/08/16
· Era una tarde para galvanizar al país, para levantar la calle hablándole con garra, con energía, con convicción, con alma.
El liderazgo en la política moderna requiere una mezcla de sensatez y audacia, de fiabilidad y de entusiasmo, de prudencia y de pasión. Mariano Rajoy es sensato, fiable y prudente en grado sumo, pero le faltan las otras cualidades y así sólo puede ser medio líder. Su temperatura emocional está bajo cero y su retórica de registrador desprende el calor de una placa de escarcha. Esto en su estado natural; si además trata de mostrarse enfáticamente cauteloso, moderado y discreto, lo que provoca es una patente –y potente– sensación de tedio.
Así fue su discurso de no-investidura. Quizá desmotivado ante la certidumbre del resultado adverso, el presidente desperdició la oportunidad de galvanizar a un país en crisis de desafecto, harto de desencuentros y de ineficacia. Era una tarde para levantar la calle hablándole con sinceridad vehemente y rasgada, con empatía, con convicción, con alma. En vez de eso, el candidato eligió un discurso lánguido, ramplón, de madera. Sin garra, sin épica, sin corazón, sin energía. Un alegato desmayado, sosote y como displicente, carente de la mínima capacidad de seducción, en el que hasta las propuestas más razonables iban envueltas en un aire cansino de rutina.
Fue una sesión de marianismo destilado, de manual. Un conjunto de ideas cabales, moderadas y juiciosas expresadas con una desasosegante falta de brío. Con la capacidad de seducción de un vendedor de repuestos para el coche: necesarios pero nada tentadores. Su semántica central –estabilidad, competitividad, continuidad– despreciaba el ánimo regeneracionista de la sociedad española y ninguneaba el espíritu del acuerdo con Ciudadanos, al que se refirió con gelidez burocrática, meramente cortés, y sin resaltar lo que tiene de esfuerzo por dialogar y de búsqueda de consensos. Era un discurso escrito desde el desaliento de su esterilidad, y tal vez por eso transmitía ausencia de convencimiento, de pulso y de confianza.
El argumento más cálido que empleó fue el de que o gobierna él o vamos a nuevas elecciones. Ofrecía pactos de Estado –que Sánchez, bronceado de playa, escuchaba con gesto impávido– con frialdad de aspirante a una plaza de funcionario. Sólo se adornó de cierto vigor en el tramo final, al defender la unidad de la nación como sujeto histórico; casi el único momento en que pareció salir con algún tono vibrante de su propio hastío.
El resto fue una letanía plana de puntos programáticos negociados con C’s y enunciados de tal modo que parecían fruto de su propia iniciativa. Un conjunto de medidas muy constructivas y responsables que leídas por el postulante rezumaban un aroma descreído de abatimiento, como el de un actor poco convencido del papel. O quizá como un gobernante tan empeñado en resultar conciliador, al menos hasta que hoy entre en el cuerpo a cuerpo con la oposición, que confundió el son de paz con el sonsonete de la galbana.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 31/08/16