Xavier Pericay-Vozpópuli
- Los chiringuitos políticos son como una hiedra; una vez sembrados no paran de crecer y cubren y deterioran la superficie sobre la que se asientan
Cada vez que me topo con el adjetivo nuevo o con cualquiera de sus derivados en una denominación oficial o en los labios de un dirigente político me pongo en guardia, no puedo evitarlo. Será que me hago viejo, pero desconfío de cualquier artefacto intelectual cuyo propósito sea resolver de un plumazo los grandes problemas de este mundo. O los no tan grandes. Miren en qué ha parado, por ejemplo, la nueva política en España. A lo sumo, en un remedo de la vieja. Por no hablar de la nueva normalidad que nos vendía el presidente Pedro Sánchez hace algo más de un año y casi, casi para el día siguiente, como si bastara con desear una cosa para verla realizada. Y conste que he sido siempre partidario del progreso. Pero la vida me ha enseñado a discernir entre lo factible, por necesario y razonable, y lo utópico. O, si lo prefieren, entre el verdadero progreso y el deslumbramiento que produce un presunto progreso que no tiene otro destino, al cabo, que alimentar frustraciones y generar pobreza.
Ahora Ada Colau, alcaldesa de la que fue mi ciudad cuando ella andaba todavía lejos de la política representativa y se conformaba con solazarse en el movimiento okupa, acaba de crear un “Centro de Nuevas Masculinidades”. Barcelona contaba ya con un “Servicio de Atención a Hombres para la Promoción de Relaciones no Violentas”, pero parece que era poco, que no bastaba –un Centro, sobra precisarlo, es más que un Servicio–. Los chiringuitos políticos son como una hiedra; una vez sembrados no paran de crecer y, al tiempo que dan de comer a un sinnúmero de parásitos correligionarios, cubren y deterioran la superficie sobre la que se asientan. Quiero decir que velan la realidad, en tanto en cuanto falsean el contorno real del problema al que pretenden –se supone– dar solución.
Un defecto que ha de corregirse
Este martes mi compañera de tareas opinativas Guadalupe Sánchez se refería aquí mismo con límpidas palabras a lo que se esconde debajo de un Centro que tiene como principal objetivo –según proclaman la propia Colau y Laura Pérez, su cuarta teniente de alcalde de, tomen aliento, Derechos Sociales, Justicia Global, Feminismo y LGTBI– combatir la violencia homófoba: “[la pretensión de] achacar todos nuestros males al patriarcado occidental, por más que sea patente y notorio que el origen del problema radica en una religión oriental”. Y es que esa nueva masculinidad que figura en la denominación del engendro parte de la creencia de que el hombre –y en este caso cuando digo hombre, digo hombre y no mujer– es por naturaleza agresivo y tal defecto debe y puede corregirse. ¿Cómo? Con pautas educativas para los más jóvenes y reeducativas para los ya entrados en años.
Ante ello, uno no puede dejar de pensar en lo que fueron, en países como la China de Mao o la Camboya de Pol Pot y sus jemeres rojos, determinados experimentos de educación y reeducación. Cierto es que no se trata ahora de lo mismo, aunque me temo que no por falta de ganas de algunos de los que los promueven, sino porque el hecho de vivir en un Estado de derecho y en una sociedad que se presume abierta ampara en buena medida al ciudadano. Ya en el primer tercio del pasado siglo el concepto de hombre nuevo –y aquí el término hombre incluye, por supuesto, a la mujer–, del que participaron todos los totalitarismos, desde el comunista al nacionalsocialista, pasando por el fascista, dejó un rastro que en nada se corresponde, como es sabido, con progreso alguno. Es de esperar que los barceloneses de hoy, con los que ya sólo me une, aparte del lugar de nacimiento, un sentimiento de solidaridad ante lo que se ven obligados a vivir y a aguantar –y no únicamente, claro, por culpa de su alcaldesa, sino también por su condición vicaria de ciudadanos de esta Cataluña de los demonios–, puedan quitarse pronto de encima semejante losa. Y empezar, esta vez sí, un tiempo nuevo.