- Es una situación que se repite aquí y allá y que ha dado hasta para varias novelas y películas, nuestro problema es que ocurre en el puente de mando
Perder tu empleo supone una sacudida muy dura, un doble revés, porque te golpea el bolsillo y también la autoestima. Son reiteradas las historias de personas que se quedan sin trabajo y fingen que todavía lo conservan, porque se sienten avergonzadas de contar a su familia y amigos lo ocurrido. Salen por la puerta con los bártulos laborales para deambular por los parques, o por los bares, rellenando el tiempo hasta la hora de volver a casa tras otra supuesta jornada laboral.
En 2023, los periódicos chinos contaron la historia de un desempleado de 46 años que se pasó meses vagando por Hong Kong mientras fingía que estaba en la oficina, pues se sentía incapaz de reconocer la verdad ante su mujer. Existen películas basadas en casos similares, como la japonesa Sonata de Tokio.
En España ahora mismo se está produciendo una de esas situaciones. Un hombre finge que sigue trabajando, pero en realidad no hace nada. Nuestro problema es que la historia ocurre en pleno puente de mando.
Vuela en aviones del Estado para todo tipo de fruslerías. Se presenta en bolos públicos de bla-bla-bla con una caravana de coches de seguridad de proporciones putinianas. Se contonea por las cumbres de euroburócratas, con una sonrisa ganadora de chuleta-perdonavidas y unos trajes más entallados de lo que recomiendan los cánones de la elegancia, gustándose como si se estuviese contemplando en un espejo invisible.
Repite con solemnidad teatrera frases hechas del populismo izquierdista que no significan nada. Esparce mentiras con la misma alegría de quien agita un salero sobre una ensalada sosa. Insulta, desprecia e intimida a sus adversarios, que ahora son ya enemigos a los que hay que encerrar tras un muro. Asalta las empresas públicas (ya tenemos Teléfonos Pedro y pronto llegará Tele Pedro). Intenta amedrentar a los jueces y los periodistas. Ha montado una batería de drones televisivos que disparan propaganda a todas horas. Es capaz de hacer lo que haga falta —TODO lo que haga falta— por un mesecito más pernoctando en palacio sin votos para ello.
Tras toda la pompa de nuevo rico de la política, tras toda la cansina sobredosis de egolatría, no es más que un simulador laboral, que imposta que gobierna cuando lleva casi dos años sin hacerlo. Vive al día sostenido por la respiración asistida de los peores enemigos de España, deambulando por los parques temáticos de la simulación de poder. Sin presupuestos, según confiesa ya a las claras. Con sus aliados humillándolo cachito a cachito, transferencia a trasferencia. Sin plan, porque promete sorber y soplar al mismo tiempo: subir el gasto en defensa y mantener el gasto social, como si el dinero creciese en los melocotoneros.
Tal vez todo atienda a un defecto congénito familiar, porque la coincidencia resulta curiosa. El hermano pequeño, el melómano rusófilo, fingía que trabajaba en la Diputación de Badajoz mientras deambulaba por calles y cafeterías. Y el hermano mayor, el referente progresista para todas y todos, simula que gobierna en el palacio de la Moncloa.
Mientras tanto, los corifeos mediáticos siguen partiéndose el pecho por su pato cojo en los platós amigos, incapaces de entender que España funciona en piloto automático y que el comandante está secuestrado por una tropa que solo aspira a estrellar el avión. La ministra rubia del colmillo revirado enuncia redicha manifiestas estupideces («no podemos hacer perder el tiempo al Congreso presentando unos presupuestos»). Y mucho Mazón y mucha «ultraderecha» a todas horas, que no se note que la nave hace aguas.
España, el cuento del rey desnudo. La gran escapada. La historia de un impostor. Nunca nadie montó tanto show para vender pompas de jabón.