IGNACIO CAMACHO – ABC – 01/07/17
· Ortega Lara es hoy un perdedor desesperanzado, abatido por la idea de que el desenlace ha relegado a las víctimas.
La barba por la cintura, el paso inseguro, la mirada vacía, el aire aturdido, los rasgos macilentos. Aquella mañana de julio, hace veinte años, España vio salir a un hombre del infierno. Del rescate de Ortega Lara al asesinato de Miguel Ángel Blanco se sucedieron diez días terribles, agónicos, estremecidos, siniestros; diez días en que España pasó del júbilo al llanto durante la espeluznante cuenta atrás que detuvo el pulso del país entero. Nadie que la haya vivido olvidará jamás esa amarga sensación basculante entre la alegría y el miedo; ni el estremecimiento de horror ante el crimen ni el escalofrío de ver a un fantasma recién escapado del cautiverio.
Esa doble sacudida moral cambió la percepción de los españoles sobre el terrorismo. El estado de ánimo colectivo pasó de la indolencia a la rabia, de la pasividad a la rebeldía. Aún quedaban por delante años de plomo, de sufrimiento y de congoja, pero fue entonces cuando el final del horror empezó a dejar de ser una utopía. La nación decidió sublevarse, ofrecer resistencia, negarse a dar la batalla por perdida. Aherrojó la resignación y se echó a las calles a proclamar su orgullo de libertad, su necesidad de convivir, su recobrada autoestima.
Algo ha salido mal, sin embargo, cuando en este anhelado tiempo sin violencia ni sangre continúan supurando demasiadas heridas. Ortega Lara es hoy un hombre desesperanzado, un perdedor abatido por la idea de que el desenlace ha relegado a las víctimas. Se siente mortificado por el olvido de una sociedad acomodaticia, relegado por la autocomplacencia de una ética pancista. La suya es la estampa del desengaño, la de un héroe abandonado por una comunidad ingrata y olvidadiza. Y como él, tantos otros que padecieron la amputación de sus mejores años o tantos deudos de inocentes que entregaron sus vidas.
No se trata sólo del relato, de la historia oficial que no se está escribiendo como debería ser escrita. Es la confortable equidistancia indolora que amenaza con envolver el holocausto en el celofán de un armisticio conformista. Es la arrogancia con que los verdugos y sus cómplices se comportan sin arrepentimiento mientras las víctimas parecen estorbar en la flamante avenencia política. Es la soledad de quienes se perciben a sí mismos como rémoras de la paz, como engorrosos testigos de una verdad inconveniente y comprometida.
Hay una deuda por saldar. Es una obligación de la democracia, del Estado y de todos nosotros devolver a quienes sufrieron o murieron en nuestro nombre siquiera una parte de las esperanzas desatendidas. Rescatarlos del zulo del olvido y darle a su sacrificio vestal un sentido de presencia activa. Impedir su ensimismamiento, su destierro interior, su orfandad; ofrecerles una razón que revoque su melancolía. Y eso sólo se logra con la prevalencia cristalina de tres conceptos elementales: memoria, dignidad y, sobre todo, justicia.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 01/07/17