LIBERTAD DIGITAL 13/04/15
MIKEL BUESA
Parece ya fuera de toda duda que UPyD, el partido de Rosa Díez, ha entrado en una crisis terminal. No hay día, durante las últimas semanas, en el que no se produzca la dimisión o el abandono de alguno de sus cuadros dirigentes o en el que no tenga lugar el vaciamiento de cualquiera de sus comités locales. Este finiquito se aceleró a partir del momento en el que el profesor Sosa Wagner planteó la imperiosa necesidad de que su partido confluyera con Ciudadanos y obtuvo como resultado su propio linchamiento, el abandono de su escaño en el Parlamento Europeo y su baja definitiva en la organización. Por tal motivo, la mayor parte de los medios han atribuido el trance por el que atraviesa UPyD a la ceguera que le impide ver las ventajas que podría haber tenido asociarse con Albert Rivera para afrontar las próximas contiendas electorales. Sin embargo, creo que los que así piensan se equivocan, pues el mal viene de muy lejos y lo que ahora sucede no es sino el último eslabón de una larga cadena de desencuentros internos que ha minado el partido, a la vez que reforzaba el talante autoritario de sus cabecillas.
UPyD nació en 2007 por la iniciativa de un pequeño núcleo de activistas de ¡Basta Ya! vinculado al PSOE, aunque descontento con él, que se propuso crear un partido político para dar a Rosa Díez la oportunidad de desvincularse de la organización en la que había militado desde su juventud. Esa camarilla se hizo previamente con el control de los recursos de la agrupación cívica a la que pertenecían, no sin antes apartar de ella a los miembros que procedían del Partido Popular. Y con esos medios se lanzaron a buscar apoyos personales con los que fundar el partido para inmediatamente lanzarlo a la carrera electoral.
Fue precisamente esta última circunstancia la que hizo de UPyD un partido atípico en el que los estatutos y la dirección se desenvolvieron con provisionalidad durante los dos años posteriores a su fundación, justificándose tal circunstancia por el hecho de que, en muy pocos meses, había que concurrir a tres eventos electorales: las generales y las autonómicas de Galicia y el País Vasco. Durante ese período, especialmente hasta las elecciones generales de 2008, el entusiasmo y la creatividad de los militantes suplieron las carencias materiales y de financiación, a la vez que la organización en sus distintos niveles era muy participativa. Sin embargo, todo eso cambió una vez que Rosa Díez pudo instalarse en el Congreso de los Diputados. A partir del verano de 2008, UPyD fue transformándose en un partido cada vez más hermético, reacio a las iniciativas que emergían de los comités locales y férreamente controlado por el triunvirato que venía de ¡Basta Ya!, formado por Rosa Díez, Carlos Martínez Gorriarán y Juan Luis Fabo. Fue entonces cuando aquel partido aparentemente renovador se transformó en lo que, con indudable acierto, José María Aldea –hombre de mar y uno de los militantes de la primera hora a cuyo esfuerzo y talento organizativo Rosa Díez debe su puesto de diputada– llamó la «galera magenta».
Lo que vino después es la historia repetitiva de un partido de tintes leninistas en el que cualquier crítica o cualquier iniciativa no amparada por la dirección era interpretada como disidencia. Un partido del que han sido expulsados centenares de militantes, mientras se presumía de regeneración democrática y de transparencia. Un partido en el que se llegó hasta el espionaje, tal como tuve ocasión de relatar con motivo de mi abandono. Un partido que presumía de elegir a todos sus candidatos con un sistema de primarias pero en el que quien se presentaba a éstas sin el beneplácito de la dirección central era duramente reprimido. Una galera, en fin, en la que unos estaban para remar y otros, muy pocos, para decidirlo todo hasta su menor detalle.
Nada de esto hubiese sido posible sin las personas cooptadas por la dirección para asistir al triunvirato dirigente. Entre ellas estaba el ya cesante diputado autonómico asturiano Ignacio Prendes –ahora reconvertido en disidente, básicamente para salvar el culo y sobrevivir enganchado a la Junta General del Principado–, que fue el artífice de la construcción jurídica de unos estatutos en los que la apariencia de democracia interna ocultaba los mecanismos de represión tantas veces utilizados. También Ramón Marcos –el actual candidato a la presidencia de la Comunidad de Madrid–, un hombre «incapaz de sostener cualquier criterio político», según me confesó la propia Rosa Díez, pero considerado imprescindible por su carácter de ejecutor impasible de las decisiones de la dirección. Y no digamos los dirigentes de la última hornada, como Toni Cantó –hoy ya descartado–, que tiene en su haber la justificación pública de la defenestración de Sosa Wagner –de la misma manera, por cierto, que la que en su momento tuvo Fernando Maura en la mía, aunque ahora se haya apuntado al sector crítico–, y, sobre todo, Irene Lozano, verdadero martillo de herejes que, al parecer, trata de lavar su pasado apareciendo ahora como la alternativa a Rosa Díez que llevará al partido a confluir con Ciudadanos.
El hundimiento de la galera magenta viene, pues, de muy lejos, de su propia gestación bastarda, que muchos, como yo mismo, no supimos ver hasta que ya era demasiado tarde, pues el engendro que ayudamos a construir tenía vida propia y se nos había escapado de las manos. Aquella organización no era un partido al servicio de un proyecto político, pues su actividad giraba alrededor de un liderazgo ególatra, alimentando la vanidad de quien, por poner sólo un ejemplo, fue capaz de decir, en la difícil hora por la que atravesaba el País Vasco tras las elecciones de 2009, en el momento en el que se habría la oportunidad de construir una alternativa al nacionalismo: «Le voy a poner a Patxi López unas condiciones [para dar el apoyo de UPyD a su investidura] que no va a tener más remedio que rechazar».
Por eso, los que estuvimos entonces en la galera y saltamos de ella a la primera o la segunda oportunidad vemos con preocupación que Ciudadanos pueda acabar siendo la balsa salvadora de su naufragio. Y no me refiero a la posibilidad de que muchos de los militantes de UPyD recalen en su lista de afiliados, sino a la más inquietante de que los dirigentes que hasta hace nada formaban el séquito de aduladores de Rosa Díez vayan engrosando las listas de candidatos con posibles del Partido de la Ciudadanía. Tal vez, por ello, convenga recordarle a Albert Rivera el consejo que escribiera Jean Anouilh en L’alouette:
Tienes que talar, talar y seguir talando, y tienes que abatir sin piedad, hasta que … el bosque pueda considerarse sano.