JESÚS ZARZALEJOS-ABC

  • La precisión del lenguaje en el proceso penal no es el empeño de unos chamanes por conservar un dialecto incomprensible, sino la garantía de la transparencia y la claridad en el ejercicio del mayor poder invasivo del Estado, que es la justicia penal

La polémica sobre los conceptos de «investigada» o «imputada» en relación con doña Begoña Gómez es una buena ocasión para confirmar la banalización progresiva del lenguaje jurídico y su degradación al servicio del oportunismo político y la ignorancia premeditada. La facundia de portavoces e informadores para rebatir que el estado procesal de la señora Gómez es el de investigada es directamente proporcional al desprecio por el valor científico del lenguaje jurídico. En efecto, el Derecho es una ciencia y toda ciencia es un lenguaje. Los términos jurídicos no son fungibles, no nacen del capricho –a veces, sí de la incompetencia del legislador– y cuando son equívocos, la jurisprudencia contribuye a centrar su significado y hacer de ellos herramientas de la seguridad jurídica.

El proceso penal es un proceso científico de identificación, prueba y enjuiciamiento de unas realidades mediante la aplicación de unos conocimientos que no son vulgares, sino propios de personas especializadas en la investigación y la valoración jurídica. Y en el dominio del lenguaje del Derecho. Todo esto viene a cuento de que el tratamiento idiomático de la posición del sujeto sospechoso de haber cometido un delito está especialmente cuidado en la normativa procesal desde la Ley orgánica 13/2015, de 5 octubre, que quiso proteger la presunción social de inocencia de los ciudadanos para que se dejara de calificar como imputado a quien no lo era, porque nada agrede más a quien está sometido a investigación judicial que verse identificado con una condición incriminatoria que aún no tiene. Por eso, esa ley de 2015 ordenó terminológicamente cada una de las situaciones procesales, ya iniciada la instrucción judicial, por las que discurre una persona sospechosa. Cada palabra es un concepto concreto que representa un estado procesal. Por eso, no es lo mismo ser sospechoso que ser imputado; ni imputado que acusado.

Quienes reivindicamos respeto al carácter científico del lenguaje jurídico –en este caso, procesal–, recibimos la crítica habitual de que realmente aspiramos a crear un dialecto ininteligible para el ciudadano. No es cierto. La comprensión del lenguaje jurídico aplicado a los conflictos de los ciudadanos depende de una buena motivación judicial, en la que es compatible el respeto a los conceptos técnicos que dan sentido a los mandatos legales con el esfuerzo del tribunal, primero, y del abogado, después, por explicar al ciudadano con claridad qué suerte ha corrido su causa. Me resultan especialmente loables aquellos jueces que, tras dictar sentencia, la explican de forma amical en documento aparte, sobre todo en el ámbito de las relaciones familiares.

De la misma manera que es obvio que la señora Gómez no es «presidenta de Gobierno», también lo es que no está imputada, pero sí investigada. Está investigada desde el momento en que un juez de instrucción dicta un auto de incoación de diligencias previas por unos presuntos delitos con cuya comisión podrá estar relacionada esa persona. Esto es estar investigado, hallarse sometido a investigación. La declaración que preste en su día no cambiará, por sí sola, ese estatuto procesal de investigada. Esa declaración servirá para que el juez le informe de los hechos que se investiguen y para que la declarante realice el primer ejercicio de autodefensa que tiene todo investigado cuando se presenta ante el juez. La declaración del investigado, al mismo tiempo que un acto de investigación, es una oportunidad que tiene para defenderse, con el amparo de su derecho a guardar silencio, etcétera, etcétera…

Esa condición procesal de investigada durará hasta que el juez termine la instrucción –en el llamado procedimiento abreviado para delitos castigados con pena de hasta nueve años de prisión– y dicte un auto de imputación, es decir, una resolución específica en la que el instructor valora el resultado de la investigación y concluye dos cosas: que hay indicios suficientes sobre la comisión de un hecho delictivo y que hay indicios suficientes sobre la participación del investigado en tales hechos. El instructor no necesita pruebas, sólo indicios, entre otras razones, porque la prueba está reservada al juicio oral. Sólo a partir de este auto puede decirse que el investigado pasa formalmente a la condición de imputado. Es cierto que existen actos de imputación material, como el ingreso en prisión provisional, pero, aun así, la condición formal de imputado sólo se adquiere con el auto indicado. En el proceso ordinario para los delitos más graves el equivalente es el auto de procesamiento.

Luego, cuando el órgano judicial competente según el proceso en el que nos hallemos, acepte la acusación formulada por el fiscal o por otro acusador, ese imputado o procesado pasará al estado de acusado y se sentará en el banquillo durante el juicio oral en el que esos acusadores tendrán que convencer al tribunal de que sus pruebas son suficientes para privar al acusado de la presunción de su inocencia. Porque, sí, en el juicio oral lo que debería ser sometido a enjuiciamiento es la eficacia de las pruebas de la acusación.

Entre tanto, tragamos el camello y colamos la mosca. Tanto escrúpulo indocumentado sobre la diferencia entre investigado e imputado –denegada a otros que también la merecían– no se ha aplicado al fulminante recurso de apelación del fiscal contra el auto de incoación dictado por el juez de instrucción. Al día siguiente recurrió y ha sido sustancialmente desestimado por la Audiencia Provincial de Madrid. Imagino a muchos colegas abogados penalistas preguntándose qué tendrá la investigada de ese caso que no tuvieran sus clientes, también investigados, también muy dignos, por los que el fiscal no movió un dedo hasta formular acusación. Y entiendo que no puedan hacerlo porque no hay plantilla suficiente para estar presente en todas las instrucciones judiciales, aunque hay excepciones que más que confirmar la regla, la rompen. Excepción que, en este caso, no solo no ha protegido a la interesada sino que ha reforzado, por un órgano superior, los indicios del juez de instructor. ¿También es fango la Audiencia de Madrid?

Parafraseando al clásico, vivimos tiempos cansinos en los que hay que luchar por lo evidente. Pero hagámoslo, porque la precisión del lenguaje en el proceso penal no es el empeño de unos chamanes por conservar un dialecto incomprensible, sino la garantía de la transparencia y la claridad en el ejercicio del mayor poder invasivo del Estado, que es la justicia penal. No da lo mismo cambiar las palabras, porque entonces cambian los conceptos y los significados, esto es, el cuadro de garantías y seguridades que la ley procesal penal define para contener ese poder desbordante del derecho del Estado al castigo –ius puniendi– y fijar con literatura inapelable los derechos de las víctimas y de los investigados. Bastante daño se causa ya a los derechos de sospechosos al referirnos a ellos, en reportajes e informaciones, como los presuntos autores de tal o cual delito, cuando la única presunción admisible, hasta la condena firme, es la de inocencia. También la de la señora Gómez.