Rebeca Argudo-ABC
- No puede ser el menos dotado de todos el encargado de dirigir la conversación pública, de determinar cuáles son las cosas que importan
Cuando le perdemos el respeto a la verdad, corremos el riesgo de sublimar la mentira. Y en esto estamos. Se aprovecha la exacerbada emocionalidad social y la polarización ideológica para equipar las diferentes subjetividades frente a un mismo hecho, afirmando que ‘la verdad’ son muchas. Y si no se trata de ‘la verdad’, sino de ‘las verdades’, y son todas igual de valiosas, el resultado es que ninguna lo es. Por lo tanto, esa única a la que deberíamos aspirar a aproximarnos, es relativa, cuando directamente no existe. Es una ilusión (una sombra, una ficción), un mal truquito de trileros. Y ya tendríamos, alehop, el terreno abonado para la mentira, justo ahí donde campa a sus anchas la mediocridad y el servilismo. Se empieza relativizando su valor y se acaba mintiendo abiertamente: afirmando que Leire Díez es periodista, Begoña Gómez es catedrática y que Víctor de Aldama trabaja para las cloacas del PP. En este imperio de la mediocridad y la mentira, ese en el que todo el mundo tiene su verdad y no hay una de todos, digna de protección y atención, acaban ocurriendo hechos inauditos de difícil comprensión. Como que adquieran el mismo valor las opiniones y los argumentos frente a la realidad de, es un poner, personajes como Marta Nebot, Sarah Santaolalla o Gonzalo Miró que las opiniones y los argumentos de, es otro poner, periodistas como Chapu Apaolaza, Javier Chicote o Juan Soto Ivars. Se diluyen así los límites (y, con ellos, la diferencia) entre la cháchara inane de corrala y la tertulia informada y documentada. O que el ejemplo de buen hacer de este oficio (que debería trabajar precisamente con la verdad) sea Silvia Intxaurrondo, que el programa de Javier Ruiz sea el templo de la palabra o que Jesús Cintora sea quien combate la desinformación. La televisión pública convertida en instrumento de propaganda al servicio personalista de un Gobierno cercado por los casos de corrupción que implican a familiares directos de su presidente y a cargos públicos. ¿Con qué autoridad se puede defender una verdad, a la que negamos su existencia, frente a una mentira que se exhibe desprejuiciada y orgullosamente? ¿Cómo sostener una verdad en esas circunstancias? La verdad es importante. Y lo es aun sabiendo que, en ocasiones, es escurridiza e inaprensible, esquiva, sus bordes difusos; aunque no podamos aspirar más que a tratar de acercarnos lo máximo posible a ella, sin estar demasiados seguros de lograrlo alcanzarla en algún momento, convencidos de que en el camino podremos equivocarnos, de no haberlo hecho ya. Pero eso no significa que deje de ser una o que debamos desfallecer en nuestro afán por conocerla. No podemos exigir al mediocre que sea brillante, ni al mentiroso que diga la verdad. Lo que sí podemos hacer es no permitir que ser mediocre o mentiroso valga la pena: no puede ser el menos dotado de todos el encargado de dirigir la conversación pública, de determinar cuáles son las cosas que importan. Por favor. Ya hemos permitido que Yolanda Díaz llegue a vicepresidenta. ¿No es suficiente?