Vicente Vallés-El Confidencial
- Bien estaría aguantar la larga sucesión de actitudes bordes del independentismo si, como resultado, al final se alcanzara un virtuoso acuerdo que permitiera satisfacer las pulsiones
Se cumplen cuarenta días de aquel 22 de junio de 2021, marcado en el calendario de nuestra historia reciente como la jornada en la que todos los miembros del Consejo de Ministros —ya moribundo, sin todavía saberlo, porque sería remodelado al poco tiempo— asumieron la responsabilidad con el país de que sus nombres figuraran como responsables de indultar a nueve dirigentes independentistas condenados por un grave delito de sedición contra el Estado. El final de esta cuarentena, muy distinta de la epidemiológica, ha coincidido con uno más de esa miríada de gestos hostiles del independentismo hacia España: el presidente de la Generalitat se ausenta de la Conferencia de Presidentes, no acepta su condición de líder autonómico, ignora a sus pares y se niega a complacer al presidente del Gobierno de la nación que tan dadivoso ha sido.
En sus años como dirigente político principal, Pedro Sánchez ha demostrado que dispone de espaldas anchas y capaces de soportar el peso de cuantos carros y carretas sean necesarios para alcanzar sus objetivos. Bien estaría aguantar la larga sucesión de actitudes bordes del independentismo si, como resultado, al final se alcanzara un virtuoso acuerdo que permitiera satisfacer las pulsiones separatistas sin que tal cosa supusiera trocear España y, tan importante como eso, sin quebrar el principio más sagrado de nuestra Constitución —y de cualquier constitución democrática— que es la igualdad entre los españoles, sellada en el artículo 14. A fecha de hoy, aún podemos afirmar que el primer temor no se ha sustanciado: España mantiene su frontera en los Pirineos y no en el Ebro. Pero hace ya tiempo que el artículo 14 es solo una sucesión de palabras con poca sustancia real.
El Gobierno se sentará a solas con la Generalitat. Y en septiembre renacerá la mesa de negociación. ‘Win, win’.
El último ejemplo es el envoltorio que ha rodeado a la pretendidamente majestuosa Conferencia de Presidentes. Porque el Gobierno ha abonado el precio de asumir una negociación bilateral y 220 millones de euros al País Vasco para que el lendakari Íñigo Urkullu aceptara fotografiarse con los demás presidentes autonómicos. Todos eran iguales en esa foto, pero Urkullu era más igual que los demás.
Como complemento aún más exuberante, el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, ha disfrutado de un enorme —desproporcionado— protagonismo no por acudir, sino por haber sido el único en ausentarse. Y, a pesar de ese comportamiento maleducado, goza del privilegio de la bilateralidad. El viernes evitó mezclar su linaje con el vulgo autonómico español, pero este lunes, a pesar de ese gesto inamistoso, el Gobierno central se sentará a solas con la Generalitat. Y en septiembre renacerá la mesa de negociación. ‘Win, win’.
Robert Greene escribió hace ya un par de décadas un tratado sobre las 48 leyes que, en su opinión, asfaltan la ruta hacia el poder. O, en palabras del exministro —caído en desgracia— José Luis Ábalos sobre las causas judiciales a independentistas, ese camino de piedras que hay que «ir desempedrando». La ley número seis consiste en «llamar la atención a toda costa». Porque, según Greene, «todo se juzga por la apariencia; lo que no se ve no tiene valor; por lo tanto, no es bueno perderse entre la muchedumbre ni quedar en el olvido; hay que destacar».
Destacar es un verbo que es practicado con igual destreza y éxito por el presidente del Gobierno —para alcanzar el poder y mantenerlo— y por el de la Generalitat —para pasar por encima de Puigdemont en el liderazgo del independentismo—.
En estos cuarenta días desde el indulto, Aragonès ha administrado con eficacia las opciones de destacar que le ha concedido Moncloa: el independentismo no ha respondido con un solo gesto generoso —salvo algún voto de tipo menor en el Congreso— a ninguna de las lisonjas que Sánchez les ha reservado en exclusiva. La duda es si estas actitudes tan claramente desiguales se sostienen en el tiempo. Porque, quizá, el presidente deberá resolver en algún momento dónde se sitúa el umbral de la humillación nacional que el Gobierno está dispuesto a consentir. Todo, así en la vida como en la política, tiene un límite, y conviene saber cuál es y comprometerse a no superarlo.
Entretanto, navegaremos por el diccionario de la Real Academia a la búsqueda de nuevas aportaciones al debate lingüístico sobre nuestro ser nacional, sobre qué somos. Se supone que todavía seguimos instalados en la definición constitucional de Estado autonómico. Pero el PSOE ha creído que podía resolver las tendencias foguistas del independentismo ofreciendo un Estado federal o federal asimétrico. Y con esa voluntad asimétrica empezó el festival que ahora continúa con el nuevo artificio que los socialistas pretenden llevar a su congreso (federal) del próximo otoño: la España multinivel. Después de una pausa para evaluar adecuadamente el palabro (si tal cosa fuera posible), conviene recordar la opinión del presidente socialista de Castilla-La Mancha, Emiliano García-Page: «La Constitución admite un nivel de tontería política enorme».