IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El esfuerzo constituyente por superar la otredad como principio político se ha estrellado en el ‘muro’ del sanchismo

A Sartre le gustaba explicar que su célebre frase de «el infierno son los otros» no era una condena de la alteridad sino una defensa, una definición de la importancia del entorno y de la mirada ajena en el conjunto de interrelaciones que determinan el sentido de la existencia. En la política española no abundan los intelectuales, y menos los filósofos, pero a menudo da la impresión de que la clase dirigente ha tomado la sentencia, referida de oídas, al pie de la letra. La metáfora sanchista del muro, por ejemplo, recuerda sin pretenderlo la habitación en que los protagonistas de ‘A puerta cerrada’ analizan sus vidas a partir de un profundo sentimiento de recíproca desconfianza. Son los demás, los que están afuera –la derecha, es decir, media España–, quienes definen la propia identidad al proyectarla en el espejo diferencial de su posición adversaria. El muro, como la claustrofóbica estancia de la pieza teatral sartreana, cohesiona a la vez que separa.

Los aniversarios de la Constitución reflejan esta dialéctica de un modo invariable, sistemático. Los dos bloques en que desde hace tiempo está dividida la escena pública se acusan mutuamente de atacar las bases del pacto democrático. Los culpables son siempre los otros y en esa incompatibilidad primordial, en esa ausencia de comunicación, tan existencialista por otro lado, queda reflejado el achique de espacios de encuentro y el bloqueo del diálogo donde el espíritu constructivo de la Carta Magna agoniza víctima de un brutal enfrentamiento binario. O trinitinario más bien, porque existe una minoría decisoria que ni siquiera se siente concernida por un orden jurídico que niega de raíz sus aspiraciones mitológicas a una soberanía específica. Sólo que esos grupos, situados a sí mismos extramuros de la obediencia constitucionalista, conforman el soporte esencial del Gobierno, los aliados de referencia en su estrategia divisiva.

La Constitución fue redactada desde el propósito de superar el concepto de la otredad como principio político. Su motivo inspirador fue la necesidad de construir un marco de reconciliación entre bandos que llevaban cuarenta años –en realidad, más de un siglo– tratándose como enemigos. No se trataba de abolir la discrepancia sino de encontrar un cauce de resolución cívica a los conflictos. El consenso partía de la base de una idea común de la nación y del Estado: derechos, libertades y deberes iguales para todos los ciudadanos. Esa noción igualitaria, junto a la del respeto institucional, es la que ha saltado en pedazos, dinamitada por una mezcla explosiva de estímulo sectario, ambición hegemónica y ventajismo pragmático. Y los demonios de aquel infierno histórico que parecía apagado –«no hace falta fuego», dice el personaje de Sartre– vuelven a correr esparciendo las cenizas del fracaso sin que resulte posible atisbar una mínima voluntad de encerrarlos.