No es ‘el diálogo’ lo que puede provocar un giro copernicano, ya que no sólo es ineficaz, sino que supone dar visto bueno a la barbarie, e incluso la victoria de la vía policial es sólo condición necesaria pero no suficiente. El problema es de pedagogía social, logrando que ‘el pueblo vasco’ ceda paso a la ‘ciudadanía vasca’ para sustituir de modo definitivo la lógica de guerra por la de una construcción nacional integradora.
En un libro reeditado hace unas semanas, titulado ‘Sobre la historia’, el ensayista José María Ridao ponía en tela de juicio la objetividad del relato histórico. A su juicio, hay infinitos relatos posibles. Y ello es cierto, lo cual no significa que esa diversidad se constituya en aval de la validez de todas y cada una de las interpretaciones. Desde la Guerra Civil, han proliferado los intentos para absolver al dictador Franco de su responsabilidad histórica, proponiendo incluso que su ‘alzamiento’ constituyó un factor de progreso en una España sumida antes en el caos de la República. Hay incluso quienes niegan el Holocausto judío, y son más numerosos aquéllos que ponen en tela de juicio el genocidio armenio. Sólo que tales relatos están marcados por una falsedad perfectamente cognoscible. En sentido contrario, la investigación de los historiadores, apoyada en una metodología válida, puede aproximar el rigor de la historia al de otras ciencias sociales y si el conocimiento de los datos alcanza un nivel suficiente, dar lugar a un debate donde el rigor del análisis permita en muchos casos extraer consecuencias políticas.
En política, el conocimiento es el supuesto de la elección racional. Ningún ejemplo mejor a contrario que el de Bush Junior y los ‘neocon’ americanos del American Enterprise Institute, cuando celebraron la invasión de Irak ignorando el complejo de conflictos que anidaba en la sociedad iraquí y las condiciones -económicas, militares, psicológico-sociales- que habrían permitido una cierta aceptación del hecho consumado. En el país de la politología, las dos últimas décadas de tratamiento de los problemas del mundo islámico constituyeron todo un recital de ignorancia. Claro que resultaba muy aburrido indagar sobre los fundamentos wahabíes del terrorismo de Osama bin Laden o sobre el proceso de radicalización de los Hermanos Musulmanes que lleva a Al-Zawahiri, por no hablar de los vínculos entre la dictadura de Sadam y los bastiones suníes de Irak frente al chiísmo. Los resultados son conocidos.
El caso vasco no es una excepción, aun cuando la singularidad del terrorismo de ETA en el marco europeo debiera haber suscitado una serie de preguntas y de explicaciones. Ante todo, conviene reconocer que el nacionalismo de ETA, como el de Ibarretxe, Arzalluz o Egibar, su pariente no violento, es un nacionalismo ‘pas comme les autres’, marcado por una diferencia de base. Aunque la fachada étnica esté ahí, su fondo, como el del nacionalismo alemán, es biológico. La lengua es un instrumento de afirmación y de reivindicación, una seña de identidad capital a la hora de definir el sujeto, el pueblo vasco, con independencia de que sea el modo de expresión mayoritario de las sociedades vascas: un euskaldun no forma parte de ese sujeto si no asume su condición de miembro del pueblo vasco según la concepción nacionalista. Sabino lo dijo con su habitual claridad: si los españoles aprendieran el vascuence, los vascos tendrían que cambiar de lengua. Por eso la política cultural nacionalista no ha sido nunca de integración, sino de asimilación, con el idioma como medio para ser vasco.
El concepto de pueblo vasco es por eso central en la ideología. No es un producto del cambio, sino un sujeto ya constituido desde sus orígenes, esos ocho o siete mil años de devenir en que a pesar de todos los asaltos sufridos desde el exterior ha mantenido lo que Ibarretxe llama ‘su cultura’. En rigor, no tiene historia en el sentido habitual del término, pues ha conservado su naturaleza a lo largo del tiempo, al modo de una especie animal que logra siempre sobrevivir en un marco conflictivo, frente a las agresiones de los y del enemigo. Por eso no puede haber una solución política distinta de la recuperación del aislamiento que le es propio. El Manifiesto del Cincuentenario de ETA lo expresa de modo obsesivo. Con independencia de lo que hagan o piensen los ciudadanos vascos reales, desde una concepción estrictamente zoológica de ‘in-group vs. out-group’, es «el instinto de libertad de este pueblo» -léase de los abertzales- lo que dicta la lucha a muerte de ETA por la independencia. Pueblo, pueblo, pueblo: la palabra repiquetea una y otra vez con sonido metálico en los párrafos del documento.
Es el esquema del Fundador, sin alteraciones en lo esencial. La especie enemiga, opresora y despreciable a un tiempo, debe ser destruida. El ‘enemigo’ se presenta como nuevo término central, que corresponde a una situación de guerra, inductora de una deshumanización radical en ETA y en el círculo de sus seguidores, herederos del ‘Nik ez dakit erdaraz’ sabiniano. Las palabras de Yoyes mantienen su validez. No se trata sólo de una simpatía hacia la lucha armada, sino de que las muertes ajenas no suscitan siquiera compasión.
Con serenidad de ‘killers’, en línea con las actitudes conocidas del nazismo, la culpa es volcada por cualquiera de estos patriotas de inmediato sobre quienes mantienen ‘el conflicto’. En una palabra, por mucho que luego escondan la cara en las encuestas, piensan que sólo cediendo el Estado ante la exigencia de ETA podrá ser lícito acabar con el terror. De modo hipócrita, el PNV actúa con demasiada frecuencia de segunda voz a este respecto: recordemos las palabras recientes de Erkoreka sobre las virtudes de un ‘diálogo’ que llevaría a ETA a poner fin a ‘la violencia’. Como si Loyola no hubiese tenido lugar. Todo sea por no alinearse con el ‘enemigo’, ni siquiera después de los atentados, ocasión al contrario para marcar distancias. A fin de cuentas, la fuente doctrinal coincide.
Y como tantas veces sucede, la otra cara de la xenofobia y del racismo es la sacralización. La pureza de la religión servía de coartada ya para la discriminación de los estatutos de limpieza de sangre en el Antiguo Régimen, y no otro es el camino trazado por Sabino Arana. Jaugoikua y la patria vasca sirven de coartada para la brutalidad del enfrentamiento propuesto. Es el odio elevado a contenido de una religión, y para ello tanto Sabino como Luis percibieron desde muy pronto la importancia de los símbolos, que luego fueron enriqueciéndose en la historia del sabinianismo hasta configurar lo que Izaskun Sáez de la Fuente calificó de ‘religión de sustitución’. Por eso resultan absurdos los intentos recientes de describir con toda riqueza de detalles la parafernalia de los cultos políticos de la izquierda abertzale, ignorando deliberadamente la existencia del cordón umbilical que los une con el mensaje originario de Sabino. Exaltación de la violencia, condena implacable del ‘enemigo’, fondo doctrinal emparentado con el nazismo son los pilares sobre los que asienta la religión política del odio propia de ETA. Luego vienen los rituales. «Pero nuestros antepasados les destrozaron y, en un baño de sangre, les arrojaron fuera de las fronteras de la patria», proponía Sabino. Y ahí estamos.
No es ‘el diálogo’ lo que puede provocar un giro copernicano, ya que no sólo es ineficaz, sino que supone dar visto bueno a la barbarie, e incluso la victoria de la vía policial es sólo condición necesaria pero no suficiente. Joseba Arregi lo ha visto bien. El problema es de pedagogía social, logrando que ‘el pueblo vasco’ ceda paso a la ‘ciudadanía vasca’ para sustituir de modo definitivo la lógica de guerra por la de una construcción nacional integradora.
Antonio Elorza, EL CORREO, 8/8/2009