Ignacio Camacho-ABC
- Un año después nadie parece haber aprendido nada. El sentido de la responsabilidad ha quedado abolido en España
Un año del confinamiento y a tenor de las circunstancias tal parece que nadie haya aprendido nada. La clase dirigente celebra el aniversario con una impúdica rebatiña de poder y navajazos por la espalda, un despreciable sainetillo de mociones de censura, tránsfugas y conspiraciones de andar por casa que ponen de relieve el ensimismamiento de unas élites insanas. Muchos ciudadanos siguen mostrándose incapaces de hacerse cargo de la gravedad del drama, pendientes sólo de si en Semana Santa podrán escaparse a la playa o cerrando los ojos ante la tragedia sanitaria para lanzarse a la menor oportunidad a una toma al asalto de bares y terrazas. Se diría que el concepto de responsabilidad individual o colectiva, social o política, ha quedado abolido en España. Que doce meses después de aquella angustia de gente asomada a las ventanas no hay ninguna enseñanza que extraer, ningún cambio que hacer, ninguna resistencia que oponer a la certidumbre de la amenaza. Que el sufrimiento físico y mental, el colapso económico y la fatiga pandémica han generado una sociedad debilitada por la resignación y anestesiada por la propaganda.
Cien mil muertos después, las encuestas ni siquiera detectan una leve intención de castigo contra los autores de un engaño masivo. El rotundo y reiterado fracaso en la contención del virus no ha modificado una sola prioridad de los agentes políticos, concentrados en la misma tarea de agitación ideológica, de manipulación emocional y de explotación del sectarismo. No ha habido ninguna solución para los problemas antiguos ni se ha registrado un avance significativo contra el desastre sobrevenido; incluso la esperanza de la vacuna languidece atascada entre forzosas proclamas de optimismo. El Gobierno ha usado dos larguísimos estados excepcionales para desentenderse de sus compromisos y someter las instituciones a un designio autoritario de efectos corrosivos. Su única operación competente ha consistido en adulterar las cifras de víctimas mediante un concienzudo maquillaje estadístico. El liderazgo de la nación se reduce a un proyecto de poder personal carente de principios, basado en la mentira como estrategia de Estado y en la persistente invención de conflictos. La ausencia general de sentido del deber y de una mínima madurez de juicio, que esta semana ha alcanzado un grado paroxístico, engendra un clima tóxico que constituye un suicidio, un proceso de autodestrucción en el momento más crítico del siglo.
Lo peor es que la población se ha dejado envolver en el conformismo ante la falta de respuestas. Los juegos solipsistas de poder encandilan a una parte de la ciudadanía y arrastran al resto a un estado de catalepsia que apenas ha reaccionado ante la prolongada evidencia de las UCI llenas. Aquellos aplausos del atardecer adquieren hoy, en retrospectiva, la condición siniestra de un país que vitoreaba su propia condena.