PLÁCIDO FERNÁNDEZ-VIAGAS-El Mundo
El que insulta, escupe, chilla o silba a otro está expresando sus sentimientos hacia él, es indudable. Y el que pintarrajea la casa del juez Llarena también. Pero eso no tiene nada que ver con la libertad de expresión tal y como ha sido entendida por la doctrina jurídica de los países occidentales, desde el Areopagítica de John Milton, que se refiere a las ideas y opiniones, es decir, al combate intelectual.
Si confundimos ambos conceptos, como viene ocurriendo tras el último arrêt del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, en el caso de la efigie quemada de la pareja real española, se incide en un error conceptual susceptible de afectar de manera grave a la seguridad jurídica. Es más, puede ocurrir que se concluya que no cabe reaccionar contra quienes aprovechen dicha resolución para convertir en costumbre burlona la mofa del Jefe del Estado o de la autoridad judicial. No es posible tal cosa ni mucho menos, pues es preciso matizar lo siguiente:
Primero.– El artículo 11 de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, de 26 de agosto de 1789, nos decía con la contundencia romántica propia de épocas revolucionarias que: «La libre comunicación de los pensamientos y de las opiniones es uno de los derechos más preciosos del hombre. Todo ciudadano puede hablar, escribir, imprimir libremente con la salvedad de responder del abuso de esta libertad en los casos determinados por la ley». Como reacción al oscurantismo y la censura del Antiguo Régimen, la nueva sociedad quería crearse sobre la base del debate.
Segundo.–La libertad de expresión e información constituye, así, uno de los principios esenciales de nuestro ordenamiento jurídico, y opera, al mismo tiempo, como un derecho fundamental de todos y cada de los ciudadanos. Pero la grosería, el insulto y el mal gusto, que no vengan acompañados de una exposición intelectual, no pueden realizarse a su amparo porque son otra cosa. Ciertamente, puede ocurrir que una expresión concreta no tenga la entidad suficiente para merecer un reproche penal, pero eso es distinto.
Tercero.–Por otra parte, lo que dice el arrêt del TEDH es que en este caso concreto, el sometido a enjuiciamiento, la pena de prisión resultaba desproporcionada en relación con los valores a defender en una sociedad desarrollada. En cada supuesto, entonces, será necesario ponderar los hechos y elementos jurídicos en presencia. Por tanto, es absurdo hablar de despenalización.
Es preciso advertir de manera tajante, a la vista de lo resuelto por dicho tribunal, que sería disparatado pensar que nos encontramos ante una acción lícita. Ni mucho menos, se trataría de una infracción del ordenamiento jurídico no sancionable con pena de prisión por su desproporción, y punto. El aparato del estado seguiría conservando intacta la posibilidad de reprimir unos hechos que atentan el orden de valores propio de una convivencia democrática avanzada, incluso por la vía, en su caso, de la tipificación administrativa.
La confusión conceptual que estamos sufriendo en materia de libertad de expresión ha llegado a un nivel tal que vienen siendo continuas las manifestaciones de desprecio, humillación, incluso odio, contra los titulares de nuestras instituciones representativas. Y, volvemos a repetirlo, no son acciones lícitas. Pueden y deben ser perseguidas, pues son contrarias a nuestro ordenamiento jurídico. Caso contrario, dejamos desprotegidos a los que defienden nuestro sistema constitucional, empezando por las fuerzas de orden público.
Plácido Fdez-Viagas esmagistrado y letrado de Asamblea Legislativa. Doctor en Ciencias Políticas.