Ignacio Varela-El Confidencial
“Votar no es delito” es la estúpida consigna repetida hasta el hastío por los acusados y sus defensores. Obvio: por eso se acusa a 12 personas y no a dos millones
Hay pocas cosas tan aburridas como un proceso judicial de verdad. Manuel Marchena está consiguiendo lo que parecía imposible: que el juicio parezca un juicio y no un mitin político de varias semanas. La cosa comenzó mal, con la soflama jesuítica de Junqueras. Pero el magistrado va logrando, a fuerza de autoridad y de sabiduría procesal, que penetre en las molleras de las partes que este no es un acto de agitación y propaganda. Si el primer día había 50 medios extranjeros presentes en el Supremo, me pregunto cuántos quedarán dentro de una semana.
“Votar no es delito” es la estúpida consigna repetida hasta el hastío por los acusados y sus defensores. Obvio: por eso se acusa a 12 personas y no a dos millones. Lo único que se dirime en esa sala es si esas personas infringieron o no el Código Penal.
Lo cierto es que no ha sido posible acotar temporalmente cuándo empezó y cuándo terminó (si es que ha concluido) la presunta rebelión o sedición. El juicio es confuso porque cada parte salta, a su conveniencia, por todos los hitos del ‘procés’: del referéndum fallido de 2014 a la DUI del 27 de octubre, pasando por el atraco legislativo del 6 de septiembre, los disturbios del día 20, la votación ‘fake’ del 1 de octubre, la primera DUI del 10, el acuerdo para que Puigdemont convocara elecciones abortado por Junqueras y la esperpéntica proclamación republicana del 27-O. ¿Estamos ante una rebelión (o sedición) prolongada durante años, durante meses o consumada en un momento concreto?
En lo político, hay un evidente hilo conductor entre todos esos sucesos. Pero en lo jurídico no se pueden amontonar: la sentencia tendrá que precisar exactamente a qué momentos y a qué conductas concretas de cada uno de los individuos atribuye contenido delictivo. Eso es lo que diferencia un proceso jurídico de un encausamiento político.
1. Este es el juicio al que nadie quiso llegar. En los rostros y en las palabras de todos los protagonistas se transparenta la culpa por haber permitido que las cosas llegaran hasta aquí. Se conectan los relatos de unos y otros y aparece la evidencia de que hubo cien ocasiones de parar o reconducir la locura, y todas se dejaron pasar. En primer lugar, por supuesto, los que subvirtieron a las instituciones de Cataluña, tan insensatos para prender la mecha como cobardes para apagarla. Pero también los sucesivos gobiernos y partidos políticos españoles que, durante más de una década, hicieron un alarde de ceguera y de incompetencia —cuando no de oportunismo suicida—. Es obvio que el culpable de un incendio es el pirómano, pero ello no disculpa la impericia de los bomberos.
2. En términos políticos, es difícil discutir que en septiembre y octubre de 2017 se produjo en Cataluña un golpe institucional. Fue un golpe porque se intentó derribar un régimen político y erigir otro por la vía de hecho, pasando por encima de la ley. Y fue institucional porque no se dio desde la calle ni desde un poder externo, sino desde dentro del sistema. Fue un ejemplo típico de autogolpe.
Al golpe institucional respondió el Estado mediante la aplicación de la cláusula de autoprotección que la Constitución se otorgó. Ahora se comprueba que aquella convocatoria de elecciones que acompañó al 155 fue claramente precipitada, más fruto del miedo que de la razón (lo escribe quien en su día aplaudió la decisión).
3. Los testimonios escuchados en el proceso corroboran una idea que Rubalcaba formuló en su día agudamente: España se fue de Cataluña mucho antes de que Cataluña intentara irse de España. Los hechos que se relatan en el juicio serían inconcebibles si el Estado español no hubiera aceptado verse expulsado física y simbólicamente de una parte esencial de su territorio. Ese fue el plan de los nacionalistas desde los tiempos de Pujol, pero asombra la sumisión con que los gobernantes españoles —sin excepción— se sometieron a él.
Los hechos que se relatan serían inconcebibles si el Estado español aceptado verse expulsado física y simbólicamente de una parte de su territorio
4. Tampoco habría sido posible el encadenamiento de los hechos del otoño del 17 sin la extrema debilidad política del Gobierno de Rajoy. Primero, por su precaria minoría parlamentaria. Y segundo, porque nunca se pudo armar un frente consistente de respuesta al desafío secesionista. No nos engañemos: el llamado ‘bloque constitucional’ solo fue operativo entre la DUI del 27 de octubre y las elecciones catalanas del 21 de diciembre. Apenas dos meses de concierto frente a 12 años de desconcierto.
Los patéticos testimonios en el juicio de Rajoy, Sáenz de Santamaría y Zoido son reveladores de la incuria y la impotencia de aquel Gobierno desbordado por la situación: ninguno de ellos puede hacerse responsable del desastroso dispositivo operativo del 1 de octubre ni de las decisiones de aquel día, porque estaban demasiado ocupados tapando los agujeros políticos que les abrían, entre otros, los partidos de la oposición. Cuando el Rey apareció el 3 de octubre, el Gobierno estaba desarbolado y el Estado al borde del colapso. Su intervención salvó un punto de partido —y de campeonato— para la democracia española. Por eso ahora van contra él.
5. No han aprendido la lección. El PSOE de Sánchez vende la mercancía averiada de que la solución del conflicto pasa por un acuerdo excluyente de la izquierda con los independentistas, que dejaría fuera a la mitad del país. Y la derecha de Casado y Rivera atribuye propiedades milagrosas a un 155 eterno, que dejaría fuera a la otra mitad.
Ambas partes mienten a sabiendas. El primer paso —no suficiente, pero imprescindible— para sacar de este atolladero a España y a Cataluña es disponer de un Gobierno sólido y de una oposición leal. En este momento, no existen las condiciones para ninguna de las dos cosas. Y me temo que tras las elecciones será aún peor, con unos cogidos por el cuello por los independentistas y los otros por Vox.
El primer paso para sacar de este atolladero a España y a Cataluña es disponer de un Gobierno sólido y de una oposición leal
Más vale ir acostumbrándose a la realidad. Con juicio o sin él, ni estos dirigentes nacionalistas van a aceptar una solución constitucional y estatutaria, ni un Gobierno español aceptará jamás la autodeterminación. Estamos condenados a coexistir durante un largo periodo con un conflicto en carne viva y una anomalía institucional cuyo veneno es paralizante.
Al menos, que dejen de contarnos cuentos. Porque, como le pasaba a León Felipe, ya nos han dormido con todos los cuentos… y sabemos todos los cuentos.