El karma de Tàpies

ABC 17/07/17
IGNACIO CAMACHO

· Hay ministros asombrados de que dirigentes soberanistas les pidan inversiones a varios años. «¿Y la independencia?»

TOPOS. Eso era lo que temía Puigdemont: filtradores en su propio Gobierno. A los líderes de la secesión les ha entrado la paranoia final, la del cesarismo iluminado que ve traidores entre sus propios pretorianos. Los expertos de la seguridad autonómica catalana han buscado micros en Sant Jaume; aunque en la última reunión, la de los consellers tibios con el president, no hicieron falta: los gritos se oían por toda la casa. En la cúpula de la Generalitat creen que lo tratado en algunas sesiones ha llegado a un despacho de Moncloa, el de la vicepresidenta Soraya. Por eso la purga de la pasada semana; un blindaje de lealtades para la ofensiva final, la desesperada. Un Gabinete de kamikazes, de fanáticos de la independencia dispuestos a inmolarse por la causa.

Hay ministros de Rajoy asombrados de la naturalidad con que dirigentes soberanistas les pedían, durante sus recientes visitas a Cataluña, inversiones a dos, tres o cuatro años. «Pero… ¿no os vais a independizar en octubre?». Los interlocutores ponían cara de circunstancias: bueno, ejem, ya sabes, como son las cosas de la política. En el establishment catalán nadie cree que vaya a haber referéndum y casi nadie lo desea. Pero así llevan varios años, pensando que no van a suceder cosas que realmente acaban sucediendo. Que Junqueras se iba a quedar al margen, por ejemplo, y ahora resulta que es el jefe de ERC el que impone al Gobierno de la Generalitat una firma colegiada. Ese pensamiento ilusorio, wishful

thinking, también existe en Madrid, donde se da por hecho, informes del CNI mediante, que los Mossos acatarán en su mayoría la ley y colaborarán para desmontar la farsa. Pero Puigdemont ha puesto al frente de Interior a un irreductible, a un entusiasta que tiene la misión de cerrar las filas y controlar las fugas de información, de mantener las fuerzas cohesionadas. Hay una carpeta para cada hipótesis, aseguran los portavoces marianistas, con convicción de solidez más bien moderada. En una crisis nunca se pueden prever ni controlar todas las variables pero esta vez el Estado –dicen– no va a flaquear en firmeza ni en eficacia.

En su último monólogo sobre las tablas, Albert Boadella bromeaba sobre la atmósfera del salón de consejos de la Generalitat, que se reúne ante un mural de Tàpies: ¿Cómo va a salir nada bueno bajo ese karma? Lo cierto es que Puigdemont, y quien le influya, parece haber optado por un escuadrismo suicida, por una colisión terminal: todos para adelante y a ver qué pasa. Las élites sociales catalanas ya no controlan su sistema político; se han quedado sin una representación articulada. Las decisiones están en manos de una docena de tipos que se creen los caballeros de la Mesa Redonda, elegidos para una encomienda sagrada. Es el escenario más preocupante porque el sentimentalismo mitológico desplaza los planteamientos racionales y puede requerir soluciones antipáticas.