Antonio Elorza-El Correo

  • No se trata de plurinacionalidad de España como nación de naciones, sino de varias naciones, con aspiración de soberanía, donde España sobra

La victoria electoral previa y más tarde la elección de un socialista para presidir la Generalitat han sido presentadas desde el Gobierno como signos de la normalización por fin lograda en las relaciones políticas en Cataluña. Serían el inicio de un nuevo ciclo político donde el ‘procés’ queda definitivamente enterrado. Pero las cosas no son tan sencillas, ya que no todo es lograr un relevo en el Ejecutivo al dominio nacionalista en una comunidad.

Ahí está el espejismo producido en 2009 por el acceso de un socialista, Patxi López, a la presidencia de Euskadi (al cual, por cierto, contribuí con mi grano de arena). Un adverso marco económico y político, más las limitaciones del propio lehendakari, dieron como resultado que de aquel experimento, apoyado por el PP, no saliera otra cosa que la consolidación definitiva de la hegemonía nacionalista.

El balance no fue una alternativa de construcción nacional integradora, hacia el interior y respecto de España, sino la estabilización del dominio político del PNV, adormeciendo el recuerdo de los ‘años de plomo’ con la mirada solo puesta en las víctimas. Beneficiario: Bildu. Es el mundo feliz que día a día ofrece ETB a los acordes de interminables conciertos de txistu, bailes tradicionales ritualizados, repiques de txalaparta llegada hace medio siglo desde la prehistoria, clónicos partidos de pelota por parejas e infinitas variantes de una gastronomía obsesiva. El PP quedó arrinconado y el Partido Socialista, reducido a socio menor en el Gobierno vasco. De cara al nuevo estatus de Euskadi, jugarán PNV y Bildu, con Pedro Sánchez de interlocutor.

En el caso catalán, los límites para una política propia del PSC son todavía más acusados, ya que Illa obtiene el nombramiento, pero su política futura se la dan hecha en lo esencial por el pacto Sánchez-ERC. Es más, por la configuración de su Gobierno y por sus palabras puede convertirse en simple gestor, sometido al modo iraní al dictado de los criterios fijados por esa instancia superior. Los independentistas de ERC perdieron las elecciones, pero ganan ahora por el puñado de votos suyos que necesita Sánchez en Madrid.

Para eso están las dos consejerías de Cultura y Política Lingüística, encargada esta precisamente de blindar el catalán; esto es, imponer la inmersión violando el límite constitucional, incluidas las sentencias de Tribunal Superior de Cataluña, y aquella de garantizar la visión excluyente de la cultura catalana. En el plano político, el establecimiento de la bilateralidad hace su entrada en el Gobierno catalán con la consejería encargada de poner en marcha la comisión correspondiente. En el simbólico, cierra el círculo la inclusión de independentistas ‘moderados’ y de socialistas que se opusieron a aplicar el artículo 155.

La entrega de calidad con el voto a Illa empieza a ser pagada en los términos de la hegemonía adquirida por ERC en el ‘acord’ de coalición. Ningún equilibrio entre independentismo y federalismo socialista. Lo prueba la concesión definitoria, en el discurso inaugural de Illa, a la exclusión radical del principio que en la Constitución afirma la primacía de la nación española. España ni siquiera sobrevive en sus palabras como Estado español, el bicho malo de los idearios independentistas. La nación es Cataluña y si España es «plurinacional», eso no le confiere entidad alguna. Es «un espacio público compartido», un vacío a llenar por las verdaderas naciones, definición que también sería adecuada para un piso turístico.

Estamos ante un paso más en el proceso de desnacionalización, de supresión anticonstitucional de la centralidad que la ley de 1978 otorga a la nación española. El anterior fue la reforma de Armengol, borrando la jerarquía de los idiomas para su uso en el Congreso. No se trata de plurinacionalidad de España como nación de naciones, conciliable con los artículos 2 y 3 de la Constitución, sino de varias naciones, con aspiración de soberanía, en un espacio que les está destinado, donde España sobra.

Este horizonte sí que es confederal a corto plazo, a partir del vuelco que representan la bilateralidad y la soberanía fiscal, simbólicamente superior al Concierto. Según aclara Aragonès, su llegada lógica es la independencia de Cataluña. Y no solo por sus deseos, sino porque un sistema político donde dos componentes opulentos -Cataluña y Euskadi (con Navarra)- institucionalizan su primacía, mediante una relación bilateral con el Estado X, más «singularidad» fiscal que les aventaja, no es viable a medio plazo. Reventará a la primera crisis y aún antes los demás, llámense o no España, verán que eso no es confederación, ni federación, sino dominio abusivo, incompatible no ya con la solidaridad, sino con la justicia económica. El Concierto es un privilegio legitimado por la historia. Su extensión ampliada a Cataluña, simplemente por tamaño, rompe un equilibrio ya difícil. Por algo su establecimiento arranca de la supresión simbólica de España. Dudoso objetivo de «unión» para el nuevo Govern socialista.